La aventura de ser escritor

 

  Cuando pequeño, había tres cosas que me entusiasmaban sobremanera: una, oírle contar cuentos y chistes a mi tía Mica (cieguita desde los dieciséis años); otra, todos los juegos de magia y prestidigitación habidos y por haber y, tres, el teatro que hacíamos en la sala de casa.

  Recuerdo que en los años 53, 54 y 55 se retransmitía una serie radiofónica de la que no recuerdo el título pero que podría haberse llamado algo así como "Dramatización de grandes relatos" o "Grandes escritores en la radio", no lo recuerdo bien... Era una serie en español que emitía Radio Montreal. Pues bien, todos los días, a la misma hora, me hallaba yo con el oído pegado a la tela de la radio a la espera de seguir intensamente toda la evolución de aquellas magníficas historias, interpretadas, además, por, a mi entender de entonces, un cuadro de muy buenos actores. Llegaba hasta tal punto mi concentración y devoción, por aquella fórmula más o menos autodidacta de aprender el arte de la interpretación hablada, que a veces me permitía corregir al actor o la actriz en relación con una u otra inflexión de los personajes... Puede que tan pequeño, y ya entonces estuviera recibiendo mis primeras clases particulares de teatro desde tantos miles de kilómetros de distancia y de la mano de un grupo de actores que nunca conocería.

  Pero mi primer personaje se me presentó unos pocos años antes y creo que podría definirlo como el primer personaje fallido. Tendría alrededor de tres, cuatro o cinco añitos de edad y me hallaba, como decían los escritores de entonces, a la sazón perdiendo el tiempo, gracias a Dios, en el Parvulario del Colegio de los Hermanos de San Ildefonso de Santa Cruz de Tenerife. En las fechas previas a la Navidad todo el colegio hervía en movimiento y festejos, y uno de ellos, de los previstos, era el realizar un “Belén Viviente”, adobado con su música y canciones de villancicos, alegorías, discursos y la presencia de toda la plana mayor de la curia insular, además, por supuesto de todos los alumnos acompañados de sus respectivos padres. Pues ocurría que al parecer mi niño de esos años era un niño tan hermoso que el Hermano encargado de la puesta en escena había decidido por su cuenta que yo debía encarnar al Divino Niño y quedarme quietecito en el pesebre mientras transcurriera la alegoría, entre San José, la Virgen, los animalitos, los Reyes Magos y pastores y el inmenso público sentado en las gradas que a tal fin se habían dispuesto en el patio. En medio de tan regio y variopinto público, recuerdo, que grité, pataleé para ostentar descaradamente mi negativa a la primera puesta en escena de tan altísimo personaje y defender, en última instancia, mi incipiente timidez. Al parecer mis llantos sin consuelo hicieron desistir al Hermano y tomó a otro pequeñajo en sus brazos y lo incrustó, sin darle tiempo a esgrimir protesta alguna, en el pesebre. Todo en un dicho y hecho, lo que le permitió mostrar a un niño Dios asombrado y perplejo, mientras otro mucho más humano, es decir, yo, me quedaba sin poder encarnar lo que creo recordar como mi primer personaje teatral. Un personaje, por otro lado, nada consentido ni esperado por mí.

  Mi segunda, tercera o cuarta experiencias, en el mismo colegio, pasaron sin pena ni gloria y de ellas tengo un recuerdo muy vago y lejano. Pero una vez, tendría ya unos once años cuando vine a experimentar una de las sensaciones más auténticas en relación con la energía creativa. Me explicaré: me hallaba en la clase dedicada a literatura y ese día tocaba poesía (no sé qué poeta sería). El profesor se ejercía en la costumbre de ponernos a leer en alta voz a todos y cada uno de los chicos, de tal manera que en una hora, sin posible escapato¬ria, habríamos leído cada uno como mínimo una vez. Acababa de comenzar la clase y yo sabía que en algún momento, ¡seguro!, me iba a tocar leer y como fuera que, a pesar de mi timidez, tendría que enfrentarme al resto de la clase, que al fin y al cabo era un público con todos sus atributos, no imaginaba cómo podría sustraerme a tan fatal obligación. Como se supondrá, aún para entonces seguía siendo un niño bastante tímido y pudiera ser que mi voz no me llegaba ni al cuello de la camisa. Pero algo que iba a desencadenar todo el contenido recóndito del baúl de mis emociones estaba a punto de sucederme. Digamos que mi despertar interpretativo estaba a las puertas. Mi hermano Leonardo, un año mayor que yo, también estaba en el mismo colegio, pero en otra clase. Sin esperarlo, lo vi asomar su cara asustada a los cristales de la puerta de la clase, urgiéndome con las manos para que saliera a hablar con él. Pedí permiso, salí y me contó, muy consternado, lo que había ocurrido a nuestra perrita Turquesa y es que los perreros la habían sorprendido en la calle, la metieron en La Chivata (que era un furgón que servía para casi todo), y se la habían llevado a la perrera con lo que a nosotros nos quedaba el tremendo temor de que fuera a ser sacrificada. Al parecer, yo ya estaba informado y él no podía hacer otra cosa que irse para su clase, una vez que su noticia me había destrozado el ánimo. Volví a entrar y me senté en mi pupitre. Sentía en mi interior que algo bullía con fuerza y que buscaba hallar salida. Apenas pasaron cinco minutos más y ya tenía sobre mí la obligación ineludible de enfrentarme a aquel pedazo de poema para que, a través de mi poquita voz toda la clase tuviera conocimiento de las calidades líricas del poeta. Las manos y los labios me temblaban, la ira se me había columbrado hasta lo alto del esternón; el resto de los compañeros se habían esfumado de mi vista como por arte de magia, pues mi concentración experimentó una novedad esencial: yo me sentí entrar a través de un tunel sin dimensión ni tiempo para ir a proyectarme sobre las esencias de aquellas palabras que, quizá, en otro tiempo fueron escritas también por una persona, un poeta, que como yo en ese momento también estuvo irritado, trémulo, dolorido, enloquecido por el dolor... No supe bien el tiempo que estuve leyendo, lo cierto fue que cuando me detuve caí en el asombro y la indecible experiencia de oír a toda la clase irrumpir en un unánime y sonoro aplauso.

  Una doble enseñanza me trajo aquella primeriza experiencia infantil: una, que la voz también es la proyección de las emociones; otra, que sin emoción no hay nada artístico que comunicar y que la creación es energía domeñada, canalizada.

  A veces he llegado a dudar de si lo más interesante de una obra era aquello que ha quedado por ser escrito o todo lo que has tachado, corregido y, luego, tirado a la basura en el largo y pesado trabajo de ir corrigiendo. Normalmente no confecciono una obra en la mente, antes de pasarla al papel, sino que ésta va surgiendo solo mientras escribo a partir de una idea, unas imágenes o una anécdota, surgidas posiblemente en cualquier momento que no tiene que ver con lo que llamamos inspiración. Me siento más escritor ahora, hoy mismo si se quiere, que cuando atrás yo mismo me atrevía a llamarme escritor. El escritor se va haciendo con los años, y la obra no se acaba hasta que se publica el último libro. Es todo un trabajo que se dilatada a través de toda la vida. Me encuentro más cómodo en el relato corto o en el cuento, que en la novela larga o el teatro. Quizá porque tienen mayores dificultades a la obra de expresarse. Aunque creo, como autor, que escribir, sea teatro, novela, cuento, poesía, etc... o lo que sea, es todo lo mismo. Claro está, las técnicas son distintas como también los puntos de vista, aunque a veces se entrecrucen. El teatro es diálogo y, ante todo, iconografía que se comunica; es el cuento la sorpresa, el suspense y una idea fugaz en la cúspide del deseo; la novela será el torrente, el río o el meandro, pero nunca afluente; el cine, son las imágenes que te raptan al territorio de la fantasía.

  Creo en la inspiración, aunque crea también en el trabajo obrero de la literatura, en la voluntad de estilo, y en el concienzudo cabalgar diario sobre el sudor de la maldición bíblica..., pero creo en la inspiración como elemento medular del proceso de escribir-creando. Las muchas lecturas infantiles, y las experiencias emocionadas en relación con la práctica de las artes y las culturas, son quienes hacen en el futuro a un autor.

  Pero tampoco vale la pena engañarse mucho: el autor, el escritor, trabaja con seres que no existen. Son fantasmas o sombras de una realidad imaginada o deseada que se hacen pasar por reales. La realidad es solo el presente, y mal que nos pese ni siquiera éste puede ser detenido por la escritura. La escritura a lo sumo que puede optar es a detener los hechos como hace el entomólogo con las mariposas disecadas, alfilerándolas en los corchos para estudiarlas. Nosotros, los que decimos llamarnos escritores, movemos hilos invisibles que a su vez mueven marionetas que son visibles con apariencia de realidad y verdad. Ese sería el gran trauma del autor, si se pudiera llamar así, que crea y mueve seres imposibles, inexistentes, extraídos de un mundo que ni siquiera conoce. La creación, para un artista, puede llegar a ser la cima del orgasmo creativo, pero al final es humo y mentira.

  Pensar que el arte, y en nuestro caso el de la escritura, sea salvación de algo para alguien ya no es posible a pesar de que comprendamos que sin fe absoluta en lo que se hace nada se puede conseguir.

Nadie puede vivir por mí. Y juro que lo hago cada día y a cada hora de la mejor manera que sé hacerlo. Vivir es una aventura hermosa que se perfecciona en cada momento y también se te destruye, para tener que recomenzarla a cada rato. Es gratis vivir y experimentar; sólo que aprendemos a poner un precio a las vivencias y por eso, luego, se dice que la vida es cara. El mundo nos está esperando a la puerta de cada acto para que lo experimentemos a manos llenas. De cada ser depende lo que se escoja, para su martirio o goce... Escribir es también una aventura que se renueva cada vez que te enfrentas con el papel en blanco o la pantalla de ordenador. En muchos aspectos no queda más remedio que poner cerca ambas aventuras: la de vivir y la de escribir. Creo que las dos -la vida, la escritura- conforman la cara y el envés de una misma realidad: la experiencia reinterpretada. Porque la realidad (¡y eso es algo que se aprende!) no es única y ni, para todos, la misma. La realidad es anomia y para hallar sus sentidos debemos indagar, como mínimo, en dos de sus muchos aspectos, la relatividad y la dinámica. El Presente Absoluto es lo único que definiría, en última instancia, a la realidad experimentada; pero no hay nadie que usando la escritura pueda contar o narrar algo tal cuál fue u ocurrió.

  El escritor es el mentiroso que, como el taxidermista, se atreve a dar la apariencia de verosímil a seres inventados pero a los que obliga a adoptar apariencias de humanos; es el titiritero de seres que no existen. ¡Qué simpática contradicción: siendo creadores, inventamos una realidad y la movemos como si fuera auténtica y se estuviera realizando en el Presente Absoluto del papel impreso! Escribir es la insistencia en una mentira que quizá a la Realidad no le interesa seguir sosteniendo. Y estaría bien que así fuera, porque es más hermosa la literatura cuando se transforma en lujo y transgrede el viejo sentido de la necesidad o la utilidad. Vida y escritura, cara y envés de un mismo hecho, conjugan expresión ficcionalizada de seres que no existen y seres que existiendo adoptan conciencias internas de ficción o desencanto. Puedes escribir mirándote el ombligo o cualquier otra parte del cuerpo, y haces literatura. Puedes escribir mirando la porción del mundo que te rodea, con tu visión psicológica, filosófica, sociológica, etc, y sigues haciendo literatura. O hasta puedes escribir sobre tu propia persona enajenada del mundo, y sigues haciendo literatura. A nadie se le escapa que escribir no es ya sólo desnudarse ante fantasmas o ponerle el cascabel a la imaginación, la fabulación, perfeccionarse en la buena carpintería o dicho de otra manera, en el buen hacer, o ejercitarse en la voluntad de estilo. Para hacer buena literatura no basta ya con hacerlo bien; no es imprescindible solo el cómo lo haces más que el qué dices o qué cuentas. Aunque la vieja verdad aún sigue siendo cierta y es que casi todo ha sido dicho y que el escritor no tiene otra obligación más que escribir bien por encima de sus deseos de transformar la realidad.

  Todo escritor, de la catadura que sea, es un poliego, si entendemos por esa palabreja algo parecido a aquel ser que tiene muchos yoes o muestra la particularidad psíquica de manifestarse con tantos rostros como personajes maneja con sus hilitos de titiritero... Si nuestra materia prima es la mentira, ¿será por el deseo de alcanzar la verdad a través de la ficción? ¿Huimos de lo que deseamos? Trabajamos con la Lengua y los íconos, y las músicas y el folklore; trabajamos con los mitos y los dioses humanizados, trabajamos con los detritus de otras culturas y otras artes..., ¡somos unos auténticos cocineros de todas las materias y nuestros guisos han de saber a algo no saboreado antes y, si fuera posible, original! Y eso es imposible, porque todo se parece; es decir: toda mentira ha de tener en su seno, como mínimo, la esperanza de pasar por verdad y por ello se delata... Si no fuera así, no existirían los críticos (que son los comensales de paladar refinado), ni el lector culto o especializado, ni la competencia entre escritores...

  La única inocencia posible, y quizá menos mentirosa, es la práctica del anonimato y el narrar historias de los dioses o culturas de corte prehistórico. ¿Pero nos resulta posible, a estas alturas, romper la baraja de la mentira institucionalizada y embarcarse en un mar de inocencias para ir a la búsqueda de una verdad única que no admita en su envés la otra cara de la ficción? En cualquier caso, creo que la experiencia de todo escritor es una aventura muy personal...

 

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