Un humilde palillo que cura

Estábamos cenando en un restaurante de La Laguna, ahora peatonal y sorprendentemente alegre y afectiva en la noche. Lo daba el lugar, acogedor, quizá por eso en el local reinaba un bullicioso alardeo de voces y carcajadas, aunque sin troníos ni molestias. Hablábamos de todo, de la política, de los hijos que se quieren tener, de los amigos, de los trabajos a cuentagotas, de las inseguridades y del esfuerzo de consolidar nuestras conciencias en medio de tanta inquietud social y desconfianza individual. Me sentía muy bien acompañado con mis dos buenas amigas y la conversación discurría con naturalidad, por lo que íbamos de un tema a otro con absoluta limpieza, como quien reparte sanciones ni atender a sus consecuencias. Porque era cómodo nuestro encuentro y la comida y el vino tinto, excelentes.

   Una de las amigas comentó muy sorprendida que había estado visitando en Mijas un museo de miniaturas con piezas realmente extrañas y excepcionales. Por ejemplo: el Padre Nuestro se hallaba escrito en el borde de una tarjeta de visita, la cara del presidente americano Abrahan Lincoln había sido pintada en la cabeza de un alfiler, una linda bailarina de ballet se encontraba tallada en un palillo de dientes, una batalla naval se grabó en la cabeza de un alfiler y hasta La ultima cena, de Leonardo da Vinci, se encontraba pintada en ¡un grano de arroz! Sin querer desvirtuar el tema, me apoyé en esos ejemplos de objetos tan mínimos y sorprendentes, donde se había plasmado el arte, para hablarles de la Manopuntura coreana, una especialidad inventada por el doctor Woo Yoo en los años sesenta del siglo pasado a partir de la milenaria acupuntura.

   Si sorprendentes eran las tallas y dibujos pertenecientes al Museo de Miniaturas de Mijas, al parecer mis dos amigas mostraban mayor sorpresa ante mis afirmaciones sobre la eficacia de unas agujas también mínimas, pues las expresiones de ellas eran de incredulidad. Para asegurarles su efectividad, les comenté que era tanta que hasta con un humilde y simple palillo de madera, cuya función primordial es la de ayudar a escarbar entre los dientes para la limpieza de la boca o pinchar una aceituna o un pequeño bocado, se puede llegar a aliviar ciertos dolores siempre que con su técnica se acierte en los puntos exactos. Mis amigas en el yantar me seguían mirando incrédulas aunque admiradas conmigo por la pasión que le imprimía a la defensa del poder de una diminuta aguja pinchada apenas unos milímetros de profundidad en la piel de una mano.

   Por esos gajes de la causalidad, ¡que el azar no existe!, la camarera que había estado todo el tiempo atendiendo con diligencia a los clientes del comedor, ante nuestra mesa se paró unos segundos y luego, imprevisiblemente, cayó en tierra de rodillas. No esperó a mucho para levantarse con suma rapidez sin haber dejado caer en ningún momento la fuente de carne que llevaba entre sus manos. Nosotros nos miramos asombrados y comentamos que el dolor en sus rodillas tuvo que ser intenso, pues supimos del ruido de ambos huesos de las rótulas al tronar en contra de la dura baldosa chasnera del suelo. Vimos pronto a la camarera ir de nuevo de un lado para otro portando viandas, aunque observé que de vez en cuando cojeaba y se llevaba una de las manos libres para acariciarse las rodillas. Ni corto ni perezoso, cogí un palillo de sobre nuestra mesa y lo tronché un poco por una de sus puntas para que no clavara y llamé a la camarera. Rápida se acercó a mi llamada, algo interrogante en el rostro mas contraído por el dolor. Le pregunté si le molestaban aún las rodillas y me dijo que ¡naturalmente!, ¡que le dolía mucho, sobre todo la derecha…! En dos minutos le hice un resumen de las excelencias de la Manopuntura coreana y le comenté que con un palillo le buscaría un lugar concreto en su dedo meñique para aliviarle el dolor. Bastante dudosa y algo cohibida, no obstante alargó su mano y dejó que le pusiera una de la puntas del humilde palillo sobre uno de los pliegues del dedo meñique de su mano derecha. Mis compañeras de mesa me miraban consternadas o asombradas, por mi desfachatez y por la seguridad con la que actuaba. Hacia los dos minutos, quité el palillo y le pregunté si se encontraba mejor. Me dijo que sí, y antes que se marchara le pedí que me trajera un poquito de papel de aluminio que seguro habría en la cocina. Comenté a mis amigas que le iba a confeccionar un punto fijo con un poco de esparadrapo que llevaba en mi mochilita, junto a otras cosas de primera necesidad, desde una lanceta, hasta agujitas y, como es lógico en un escritor, un bolígrafo, agenda, libreta, libros y una cámara fotográfica.

   Cuando volvió la camarera le anudé con una tira de esparadrapo en el dedo meñique una bolita de papel plateado que había arrugado previamente. La dejé ir viéndola cómo fruncía el ceño y se tocaba el esparadrapo en el dedo. Al rato le pregunté a la muchacha cómo se encontraba y me dijo que muchísimo mejor. ¡Para qué fue aquello!, una de mis amigas no dudó en reprocharme que la camarera se veía influenciada porque yo era un cliente y no me pensaría jamás llevar la contraria viéndome tan apasionado y convencido con el invento. Por lo que dio el asunto por zanjado y se cambió de tema. Quedaban muy convencidas ambas de mis dotes teatrales pero en absoluto creídas con la posible eficacia de la acupuntura.

   Les planteé, para que comprendieran mi actitud, que yo no había pretendido adquirir poder o mostrar algún tipo de dote especial, porque de esa manera mi acción hubiese sido mezquina. Sólo buscaba ayudar y que sí les podría dar la razón en que no me había parado mucho a pensar antes en que a la camarera le apeteciera o no prescindir de su dolor. Que con mi acto, por un lado le había anulado la posibilidad de experimentar todo el desarrollo de su dolor -hasta llegar a su principio hallando la causa-, aunque, por otro, le había mostrado que existía un camino natural para la intervención libre en los procesos del sufrimiento humano. O que también es posible que me hubiera excedido en mis atribuciones en relación con su libertad karmática, asunto complicado que hay que tener siempre en cuenta cuando intervenimos directamente en la vida de otra persona.

   Nuevamente la no causalidad vino a confirmar el viejo axioma oriental de que la conciencia es infinita. Habíamos pedido las copas del final de la cena y una de mis amigas se estaba tomando una bebida con hielo. Inopinadamente, se le interrumpió el habla y comenzó a hipar. De tal manera se le apoderó el hipo de su abdomen, que el susto o la sorpresa le saltaron pronto a la superficie de su rostro y sus ojos. La otra compañera comentó que había que darle un susto, también que bebiera a sorbitos cortos o que tragara aire y lo contuviera en los pulmones… ¡Yo qué sé cuántos remedios se barajaron en unos minutos! No esperé a otra oportunidad. Agarré el primer palillo que vi y le dije:

   -¿Me permites que intervenga sobre tu mano con este humilde palillo de madera?

   Ella afirmó, autorizándome, mientras sacudía la cabeza arriba y abajo entre hipos descontrolados. Cuando la punta del palillo se depositó sobre la palma de su mano, al instante el hipo desapareció y la tranquilidad le tornó a los ojos y al rostro. ¿Ya está?, me preguntó sorprendida, sin atreverse a ser incrédula pues a la vista estaba lo que para ella tendría que ser un milagro. Para evitar que se fuera al extremo opuesto, y no transformara aquel hecho en religioso le indiqué que el palillo había sido depositado en la palma de su mano en el punto de reacción que le correspondía en el cuerpo con el diafragma: ¡pura técnica! Tuve que explicarle también que, por supuesto, no todos los casos de hipo eran así de sencillos y que en ese momento estaba muy claro a qué podía haber sido debido.

   Cuando nos despedíamos horas después, me mostraba la palma de la mano extendida en el aire y decía llena de sorpresa y agradecimiento:

   -¡Todavía no me lo puedo creer, que un humilde palillo de madera me quitara el hipo esta noche…!

 

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