Por Alberto Omar Walls
Hay muchas maneras de morir de amor. Sabemos que cualquier enamoramiento, al menos durante los tres primeros meses, te trastorna los cabales y te situaría en el extraño meridiano donde se da la locura transitoria. Es decir, estar enamorado, auténtica y profundamente enamorado, comporta unas altas dosis de enajenación. Y no es nada malo estar algo enajenado de vez en cuando y durante un tiempo específico. Porque te suben las endorfinas, trabajan más las cápsulas suprarrenales, y se te alza el optimismo. Y aunque todo cambie o todo pasa, no hay que tenerle miedo a las locuras de amor, sea a la edad que sea.
No sería lo mismo estar enamorado de un ser mítico o divino, como le ha ocurrido a los grandes místicos universales, de quienes hemos podido saber de sus profundas consternaciones psíquicas y emocionales gracias a sus hermosos libros de poesía que han quedado publicados para solaz goce de los locos lectores de todos los tiempos. Por ejemplo, si recordamos el tremendo caso de Hakim Sanai (v. El jardín amurallado de la verdad). Pero las mismas y sorprendentes ansias de trascendencia para alcanzar el Rostro de la Verdad Divina, que llegan a permitir la destrucción del cuerpo a manos de quienes no opinan como ellos, aparecen expresadas en una pléyade de poetas que se enamoraron de lo que no tenía cuerpo ni imaginada forma. La gran categoría poética de los versos de Hakim Sanai, que no cantaba al ego sino a lo eterno, también está en otros grandes poetas del pasado, como Sri Sankara, Ahmad Ibn AlHawari, Kashf Al Mayub, Kabir (sólo Dios importa), Sathya Sai Baba, Walt Whitman, San Juan de la Cruz, Rabindranath Tagore, Jalal ud-Din Rumi [Si pudieses liberarte, por una vez, de ti mismo, el secreto de los secretos se abriría a ti], o de las poetas Emily Dickinson, Rabi’a, Mirabai, Teresa de Jesús…
Pero esto que he de contar ocurrió hace muchísimos años, tantos que me sorprende aún recordarlo. Aunque no ha de extrañar, porque siempre hay una razón para la memoria. Más allá de Proust, como apoyo literario, está el irrenunciable ejercicio humano de reaccionar ante múltiples y sutiles catalizadores que obligan a atraer hasta el presente instantáneo experiencias hundidas en el pasado. Que creíamos hundidas, aunque ellas solamente estuvieras agazapadas esperando una buena ocasión para salir a la superficie. Hace un par de meses, mi amiga Lucía discutía en medio de la celebración festiva de su propio cumpleaños con un grupo de machos fornidos, en tono agrio de reproche, que los hombres eran incapaces de amar. Y que la raíz esencial quizá estuviera en que no eran, ni podrían serlo jamás, paridores. Que desconoceríamos para siempre la esencia de la entrega al hijo hasta la muerte, como la podría experimentar una madre. Y que por ese simple impedimento anatómico y hormonal, estábamos condenados a no amar a tope…
Sin saber cómo [¡y a cuenta de qué, yo, que no creo en el macho ni en sus valores!], me metí en una discusión llena de vericuetos intelectuales e inútiles con los que pretendía afirmar que sólo la juventud muere de amor, nadie más, sea madre o padre, y que cada experiencia, que suponemos sublime o divina, casi siempre acaba teniendo su precio. Pues que los hijos serán buenos o malos según el punto de vista del progenitor que los observe desde su posición egoísta; o que todo amante será perfecto siempre que no le enseñe a la otra parte su lado oscuro...
Sabía que no tenía que ponerme a defender al sexo masculino porque reconocía que había sido, durante siglos, un ejemplo vivo de incongruencia humana e insolidaridad con su otro yo, la mujer, pero sí que ansiaba sobre todas las cosas que me viniera a la mente algún hecho contrastable que echara por tierra su tajante afirmación: que los hombres éramos incapaces de amar. Que estuviéramos condicionados, ¡por supuesto!, pero tanto como incapaces, me parecía excesivo…
Fuera porque lo ansiaba demasiado o porque en los trabajos de la memoria se puede entrar tanto con imágenes como a través de golpes de intuición, lo cierto fue que en el momento que creía haber perdido cualquier atisbo de una buena argumentación, me vino de golpe a la mente el extrañísimo caso de Luis. Ahora habría estado ya jubilado como yo, un sesentón de tantos como los que por ahí pululan buscando sonsacarle a la vida algunas mieles del invierno vital, pero en aquellos años la inmensa juventud que portaba en su cándido corazón lo situó en el abismo de olvidarse de sí mismo, de empeñarse en enloquecer o morir de tanto amar... Y, aprovechando el beneficio de la memoria, me lancé a contar su extraño caso, quizá a sabiendas de que sería tenido sólo como una excepción.
Ocurrió durante la luminosa época que viví en Sevilla -decía, poniendo un tanto ahuecada mi grave voz abismal, con el objeto de crear ambiente-, cuando paseaba lleno de ilusiones por entre aquellas callejuelas cuajadas de colores y densos olores de naranjos agrios y pescado frito. Era tiempo de intuiciones y entregas, porque andábamos sin miedo a los peligros, sin miedo a los miedos…, pero una época en que alguien más inocente que yo viviría devorándose la vida.
Fue el tiempo en que dirigía teatro Joaquín Arbide y el TEU de La Laguna ganaba un festival de teatro con una bella pieza del creador del Teatro Pánico, Fernando Arrabal, dirigida por una gran persona, profesor de francés, que también fue ave de paso en la universidad lagunera pero que dejó estela entre los amigos de todas las edades, y dilatado amor al arte talio. Me encontraba al mismo tiempo actuando con un par de compañías teatrales y el Luis de mi historia encarnaba en una de ellas al galán o protagonista joven.
Todos los del grupo sabíamos que estaba enamorado como un animal de Amalia, la bellísima coprotagonista de la otra compañía. Sería como ahora, quizá, pero creo que en el comienzo de mil novecientos sesenta los jóvenes amábamos a borbotones y manos llenas. Muy pronto, entre ellos dos, Amalia y Luis, se llegó a dar tal traspaso de afectos, a tal altura, que acabaron por parecerse físicamente. Los mismos cabellos largos, aquellos ojos negros encendidos por los infinitos deseos, las pieles pálidas hasta la transparencia, y el juego permanente de confundir los contornos de uno en el otro.
Se comentó entre nosotros durante unos meses que aquel amor tenía que acabar mal, por sí mismo o porque los otros, llevados de la envidia, lo destruirían...
Para cuando fue invierno en Sevilla, ella murió porque sí. Lo tendría destinado de antiguo para aquella tarde fría, húmeda y lluviosa. Luis, a la semana, dejó nuestra compañía y se colocó en la otra, en la que aún buscaban actriz para sustituir a Amalia. Pidió seguir haciendo el personaje de ella y pudimos comprobar que encima lo interpretaba mejor que la desaparecida Amalia. De tan gran tamaño y entrega dramática llegó a ser su transformismo que, al poco tiempo, dejó a Luis oculto en el armario del camerino del teatro, y empezó a vivir como si fuera Amalia…
Cuando terminé de contar mi historia, todos se escurrieron para otro lugar del salón y se metieron a beber y a trajinar con los cuerpos, pero sin hacer ningún tipo de comentario. Terminé de beber mi copa, abrí la puerta de la calle y me marché.