El mundo de las apariencias [1]

                   por Alberto Omar Walls

 

 

     Empezaron el viaje muchos meses atrás, cuando el maestro dormitaba unas horas en la madrugada esperando la señal para emprender el primer paso del ritual de la humildad. Casi sin prestar atención vio sobrevolar por encima de su cabeza un silencioso búho que extendía sus alas con extrema holgura. Entendió que esa podía ser la señal, primero porque no era la época en que las rapaces buscaban la pitanza de sus crías en la noche y segundo porque lo extraño hacía más comprensible el significado de la voz interior. No esperó a que despuntara el alba, pues en seguida despertó a sus discípulos y escogió de entre ellos a dos que habían mostrado mayor capacidad de aprendizaje. Les comentó que partirían en cuanto la luz abriera su único ojo por el horizonte y que recorrerían los cuatro puntos cardinales del país. Como era otoño y estaban cerca del oeste, irían dónde el metal mostraba al final de cada tarde la luz de Venus en el cielo, más tarde subirían las altas montañas y harían un largo recorrido para sumergirse en los fríos dominios del agua, ya en primavera se adentrarían en los boscosos y luchadores territorios del este; más tarde, tras atravesar en verano el alegre sur aunque con sus abrasadores desiertos de fuego, llegarían al centro del país, donde el dulce canto de las gentes hermosea las fiestas de los pueblos, y, después de un ganado descanso de estío, retornarían hacia dónde habían partido, de vuelta a su propia y humilde aldea.

    El viaje a pie por la geografía del país tenía un objetivo esencial: al comienzo del curso el maestro les había dicho que durante un año completo iban a practicar la humildad y que no se podía experimentar tamaña experiencia tan personal sin hacer un recorrido por lo ajeno del mundo. Al amanecer de la misma mañana en que había visto la huraña ave, una hora antes de partir, estuvo explicándoles por qué su aldea era demasiado constreñida y que si bien la cualidad de lo humilde se podía experimentar en la propia comunidad, poco valor tendría si no era vivida en relación con los demás. Que había que conectar con las múltiples vidas de tantos seres desconocidos, siendo necesario bajar al plato universal, donde los comensales de la existencia luchaban por coger de entre las vastas riquezas de la naturaleza mayores porciones para sí y los suyos. Pues en medio de las pasiones de las personas, en los enfrentamientos de poderes y las luchas por la posesiones era el mejor campo donde se encontrarían juntos la generosidad con el egoísmo, la adulación con la honestidad, la ambición con la paz interior, la cólera al lado de la paciencia y, desde luego, la humildad en medio de la soberbia y la ignorancia.

     Pronto se extendió la noticia de que un maestro y dos de sus discípulos recorrían a pie el país yendo de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, atravesando campos, vadeando riachuelos, columbrando montañas. Dormían casi siempre a la intemperie, teniendo como único testigo de sus sueños la luna y las estrellas del otoño, las nubes y las lloviznas o los temporales del invierno y las calmas luminosas del verano. En algunos caseríos apenas paraban, en otros relajaban sus músculos y aceptaban la hospitalidad de los lugareños, a cambio el maestro se entretenía algunas horas de los atardeceres hablando de lo que habían visto y conocido en las regiones de donde venían. Eran los momentos más agradables, cuando las familias se reunían alrededor de las fogatas para tratar los asuntos de la comunidad y, al menos ese día, oían a un nuevo maestro contar historias y transmitir conocimientos interesantes, como por ejemplo, de dónde surgieron los tres mundos de la vida.

 

El mundo aéreo es el de los ángeles y diablos, el mundo acuático pertenece al de los artistas y filósofos y el mundo terrestre es de dónde surgen las cosas opuestas... –les decía con voz pausada y expresión sonriente-. Aquí, entre nosotros, es donde conviven la caridad con el egoísmo, o donde la humildad yace a los pies de la soberbia, donde el yin llena los vacíos del yang o el yang lucha por adentrarse en los territorios de lo frío y la noche...

 

   A veces, sin saberse por qué, en los confines de la región de la madera, el maestro arrancaba a predicar en medio de la plaza de una aldea, allí donde los hombres afilaban las navajas raspándolas contra las piedras añosas y las mujeres llenaban sus cubos con el agua de la fuente. El maestro, cuando hablaba públicamente a las gentes casi siempre insistía en que la buena o mala salud dependía esencialmente del desequilibrio de los pensamientos y de la manera cómo cada ser tratara a su propio espíritu, pues era un recipiente muy dúctil y flexible donde cabían tanto nuestro cuerpo como las emociones. También les hablaba del valor sublime de la caridad, del control de las pasiones, de lo dañino de la ira y de la importancia de practicar con el agua de la humildad aunque sólo fuera para equilibrar la madera de la soberbia, pues todos los desarreglos de los cuerpos provenían de la ignorancia generalizada de que había que darle a la vida lo que ella nos exigía, pero sin pararse a pensar el alto precio que a veces pagábamos por las ambiciones o por correr sin parar detrás de la ilusión... También, casi todos los días, asistía con sus agujas a muchas personas que se le acercaban para pedirle que aliviara sus quebrantos musculares o que les curara los fuertes dolores de cabeza, o que tranquilizaran sus espíritus pues el insomnio los mantenía noches en vela.

   Habían recorrido más de la mitad del territorio y se encontraban casi en el extremo sur del país. Hacía tiempo ya que las últimas nieves se habían derretido corriendo hechas riachuelos siempre a la búsqueda del mar, mientras los campos se adornaban con todos los colores de la creación. Aquella mañana el maestro había hablado en la plaza de uno de los pueblos más polvorientos y desaliñados de todos los que habían visitado. Los discípulos observaron que estuvo especialmente cariñoso, comprensivo y amable con todos y en todas las situaciones. Se dejó tocar por los niños mocosos y harapientos, besar las manos por las viejas desdentadas, departió con los más ancianos al lado de donde caía en un pozo las lánguidas y frías aguas de un manantial, y hasta recibió con risas el desafío de media docena de hombres corpulentos para luchar con ellos sin armas, sólo con los brazos. Como fuera que era un consumado maestro en las artes marciales, sorprendió a sus discípulos verlo caer al suelo más de una vez ante las miradas risueñas de los combatientes. Sus acompañantes del largo viaje no comprendían cómo siendo imbatible en la escuela y pasando por ser un campeón en muchas millas a la redonda de su aldea, allí, en aquel pueblo tan miserable del sur, ponía en peligro su dignidad y la credibilidad de todos ellos, dejándose vencer por unos hombres que no tenían ni la mitad de su preparación y, en lo concerniente al conocimiento, aún estaban en la edad de las cavernas.

    También otro hecho les sorprendió a los discípulos cuando, en medio de una plática, el maestro se dirigió a un grupo de mujeres para amonestarlas severamente cuando pretendían, con muy malos modos, arrojar fuera del grupo que lo escuchaba a otra mujer muy flaca que, aunque aún joven, ostentaba claramente en su rostro la marca del negocio del sexo. Sólo faltó que las apaleara de tanto que afeó públicamente sus conductas, pero en aquella situación producida delante de la propia mujer, lejos de ella dirigirse agradecida al maestro, le dio un brusco remango a su cuerpo y a sus ropas para que removieran el polvo del camino y, con expresión adusta, se marchó del pueblo protestando de todos, incluso del maestro y de las tonterías que decía en medio de una gente ensordecida por el odio, el orgullo y la codicia.

    Al día siguiente el maestro se levantó con el alba, hizo su meditación y los ejercicios físicos. Luego, como siempre, les impartió clase sobre los conocimientos previstos de acupuntura, pero esa mañana sólo repasó las leyes de generación e interdominancia insistiendo en que el equilibrio interno se producía desde el momento en que todo elemento de la naturaleza, igual que cualquier ser humano, recibe, transmite, domina y es dominado. Se entretuvieron más de lo previsto, pues uno de ellos insistió en aclarar los ejemplos que el maestro no dudaba en darle: el corazón recibe la energía del hígado, luego se la transmite al bazo, domina al pulmón y es dominado por el riñón... Cuando menos lo esperaba, con tono enigmático, dio bruscamente por finalizada la clase, pero advirtió a los discípulos de que hacia el mediodía, cuando el sol empezara a calentarles los cascos, debían reanudar la marcha, cuidando de hacerlo por el camino del río, pues era posible de que se produjera una experiencia que tenía relación con la ley de la interdominancia. Y que cuidaran de informarse bien por dónde salir del pueblo para que una vez dejadas atrás las abrigadas montañas reanudaran su andadura siguiendo la ribera izquierda del río.

     Muchos los acompañaron hasta donde el pueblo ya no tenía casas. Algunos, antes de marchar, los habían obsequiado con parte de sus sencillas pertenencias, pero el maestro siempre decía que sólo había que coger lo necesario, no por falta de agradecimiento sino porque así el camino era más liviano y, sobre todo, porque ocupaban a la Divinidad en su obligación de proveerlos.

     Llevaban rato bordeando el río, cuando oyeron unos gritos. Los tres corrieron hasta el recodo de donde salían las llamadas de auxilio y pudieron ver, sin ser vistos, cómo unas mujeres llevaban bien amarrada en forma de fardo hasta la misma orilla del río a la mujeruca que el día anterior habían zaherido y despreciado. La infeliz no paraba de chillar. Tras arrojarla al agua, las mujeres corrieron de vuelta para el pueblo festejando el hecho entre risas e improperios. Los tres hombres vieron cómo pocos segundos después la mujer ascendió a la superficie del río. Al punto, empezó a gritar que estaba atada y que no sabía nadar. Ante el asombro de sus discípulos, el maestro se quitó de encima sus pocas ropas, corrió al lugar donde se hallaba la mujer luchando entre la vida y la muerte, y se lanzó a las frías aguas.

     Con suma pericia y agilidad la fue atrayendo hacia la orilla. Cogiéndola por debajo de los brazos la arrastró hasta alcanzar una roca grande. Al principio, los dos muchachos se habían mantenido alejados pero cuando llegaron al lado del maestro pudieron comprobar que se hallaba casi echado sobre el cuerpo de la mujer mientras le limpiaba las vías respiratorias y, sin perder tiempo, colocaba su boca abierta sobre la de ella comenzando a insuflarle aire con toda la fuerza que le permitían sus pulmones. Dejó de soplarle en la boca, le colocó el cuerpo para abajo y poniéndose por detrás de ella la atrajo repetidas veces hacia sí encogiendo los brazos contra su estómago. Por último, aunque pareciera que el maestro estaba algo cansado, observaron cómo siguió luchando por recuperarla pues le presionó y masajeó enérgicamente con ambas manos el pecho. Luego sacó de un pequeño cofrecito de cuero varias agujas metálicas que al punto fue a clavárselas fuertemente en el rostro y en sendas manos.

     Los discípulos creyeron que el maestro había claudicado ante la aparente inutilidad de sus actos, pues vieron que cerraba los ojos y se quedaba inmóvil, también que se colocaba de cuclillas al lado del cuerpo inerte de la mujer. La ropa del maestro estaba aún donde la había tirado, unos cincuenta metros arriba del río, por lo que ambos muchachos fueron a buscarla y allí se entretuvieron en disputarse el honor de llevarle una parte u otra de su humilde vestimenta. Para cuando volvieron, pudieron comprobar que la mujer estaba sentada, aunque aún echaba por la boca restos del agua tragada que se le escapaba por las comisuras de los labios, mientras el maestro la tranquilizaba, reteniéndola entre sus brazos, dándole golpecitos con las palmas de las manos en su espalda. Los discípulos le hicieron entrega de la ropa. Pronto la mujer volvió totalmente en sí y reconoció quién había sido su salvador. En seguida se echó al suelo para besarle los pies, pero el maestro ya estaba vestido y reanudaba de nuevo el viaje seguido muy de cerca por sus atónitos discípulos.

Anduvieron un largo trecho sin hablar, pero en la mente de los jóvenes había demasiadas preguntas y dudas como para que quedaran zanjadas mediando sólo el silencio. Uno de ellos se atrevió a hablar:

 

- Maestro, no entendemos nada de lo ocurrido. Sabía usted que se trataba de una prostituta y, sin embargo, la tomó entre sus brazos y pegó sus labios a los suyos y estuvo desnudo ante ella durante tiempo, y...

Dios me permitió que le transmitiera su Amor a un ser tan humilde -le interrumpió el maestro-.  Por otro lado, los tres oímos sus gritos, pero yo vi el peligro que corría, salté al río y la ayudé limpiándole las vías respiratorias, quitándole el agua del estómago, soplándole en sus pulmones para que volviera a la vida y le pinché para hacer comunicar el yin y el yang, renovar su espíritu en el cerebro y abrir los orificios a través del maestro corazón. Si bien su existencia corría auténtico riesgo, los canales de energía de su cuerpo estaban aún vitales. Actuando como lo hice, me la quité de encima para siempre. Ninguno de ustedes dos hizo nada por ella sino que estuvieron pendientes de mi ropa, mi desnudez y de lo que era correcto o incorrecto según las apariencias. Mírense las espaldas, llevan a cuestas a esa humilde mujer, colgada ahí como un peso...

- Maestro, tampoco entendemos por qué estuvo abrazado a ella... –todavía protestaron los discípulos-, ¡ni siquiera qué tiene esto que ver con la lección de esta mañana!

- Aunque estaba siendo dominada por el agua y la muerte, ella quiso volver al mundo de los vivos y la ayudé a hacerlo. Su corazón estaba vacío, ¿qué otra cosa podía hacer sino abrazarla, después de haberla ayudado a venir en su segunda vez a la vida? Callen ahora -les dijo el maestro, mirándolos como si fueran unos niños pequeños-, sigamos en silencio nuestro camino. De esto volveremos a hablar cuando lleguemos a casa. No, creo que pasados algunos años...

 

     Y se echó a andar con una sonrisa prendida en sus labios. Sólo cuando le oyeron tararear una canción popular de la aldea de donde provenían, los dos discípulos recobraron ánimos para incorporarse a la acción. Corrieron detrás del maestro, haciéndole coro, entonando con él las otras dos voces de la cancioncilla.



[1] Forma parte del libro de relatos inéditos El arte de escuchar. Es difícil que en Facebook se tenga paciencia para leer este texto, pero se entenderá completamente cuando se lea y capte el significado de otro que allí puse y titulé Un humilde palillo que cura:http://www.albertoomarwalls.com/2012/09/10/un-humilde-palillo-que-cura/

 

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