© Alberto Omar Walls
El vino tiene una gran cantidad de información en su interior que desconocemos. Es algo parecido a la información cuántica. Existen más datos ancestrales en el vino que en cualquier ser humano. Podría almacenar tanta como la de un ordenador cuántico. El vino, en la Tierra, es un aquilatado representante de lo vivo en ebullición. Porque lo que muere, da nueva vida a lo que nace. Primero sale el vino, luego el vinote y más tarde el agua pie. El vinote nace de las uvas molientes, porque es lo que le queda a la uva ruin. El aguapié es lo último que se aparta. A los quince días, está ya claro, de ahí por delante ya no vale. Por eso, el traficar el vino, para limpiarlo de las madres, es una labor delicada, exquisita, aunque lo hagan hombres rudos. En ese trabajo se hacen femeninos, ¡por eso nunca han querido a las mujeres a su lado!
El vino es un ser vivo, no para en todo el año de moverse. Algunos se creen que el vino es sólo para beberlo, como cualquier otra bebida, pero no es así. Tiene una función muy superior al del uso y abuso cotidianos. Es la madre de todas las bebidas. Aunque el vino te haga lugarteniente de las reuniones, no es esa su más excelsa responsabilidad. Casi nadie sabe que la relación con el vino deviene en un acto sagrado. Sólo los sacerdotes lo suponen, pero han olvidado que el vino sí que es vino y no Sangre Divina. Es cierto que entre sus manos, el vino no sólo se dignifica sino que se transmuta. Pero no pretendo hablar de ese tipo de valor sagrado del vino porque me metería en un callejón sin salida, y yo quiero estar libre de manos, pies y cabeza…
Es algo más humano lo que planteo, pero sí que es esencialmente mágico, y superior al simple acto de tomarse un vaso de buen vino o imaginar que paladeamos sagrada hemoglobina. Es como cuando tienes una idea muy brillante y la pones en práctica, o como cuando haces el amor con alguien y sabes que de ahí saldrá una vida nueva, ¡o no, por puro y divino placer, como si hicieras el sexo salvaje en medio de un iceberg! O como si te embarcaras a la Luna sin esperanza de retorno, o también como si te comieras un pez vivo…
Beber una copa de un buen vino no tiene precio, aunque la paguemos, porque hacer, fabricar, un buen vino es uno de los actos más generosos de la humanidad. Y de los más elaborados, inteligentes y voluntariosos.
¡Pero claro que es un negocio!, ¿quién podría negarlo?, ¿y para qué pedir que sea algo distinto? Si aceptara dividir el mundo en dos clases, lo haría en los que hacen un vino malo y aquellos que elaboran un vino bueno. Porque el vino como deleite es el sabor que se hermosea en el paladar, pero el vino como elevación es la quintaesencia que enciende la luz interior. Recuerden que no hablo de la borrachera o el alcoholismo, pues creo que cada uno aprende a escoger su camino y, para llegar a la autodestrucción, cualquier instrumento es válido…
El vino ha acompañado a todas las obras de arte del universo, a todos los momentos sublimes y a todas las alianzas duraderas, aunque tras el mal uso del vino se han escondido los envenenamientos más atroces y los despotismos más abyectos. Pero yo sigo hablándoles del vino que nos reencuentra, para cuando el amigo vuelve y le descubres con cien canas más, o cuando a aquella hermosa muchacha de ojos rubios y cabellos azules, de quien te enamoraste con una foto carnet, la encuentras con un rictus amargo en las comisuras de sus labios…
El vino, en esos momentos, es generoso y dúctil, comprensivo y benefactor. Te hace inocente y comprendes del mundo, ¡como una iluminación!, su discurrir a ninguna parte. Situado así, con la copa en el aire, mientras el rayo de la luz de una lámpara lejana atraviesa su color de rubí contenido en el cristal, sorprendido tú aún en el tiempo que descubriste su paso indiferente al sufrimiento, al tragar el pérfido y sagrado líquido de la ambrosía amorosa…
…Ahí, columbrado en el instante lento y profundo de deglutir el trago de vino cuántico, te surgirá la sorpresa de descubrirte sabio y comprensivo ante el demoledor paso del tiempo humano. Sonarán panderetas de vidueños y vinotes acompañando el repiqueteo del vino color de rubí borboteando por tu garganta abajo hasta llegarte al caldero marmita del contenedor de los instintos.
Y amarás a tu prójimo a través del vino.
Y cuando ya no estén aquí ni tus amigos, ni tus familiares, ni tus maestros ni tus verdugos, añorarás reencontrarlos a todos para retomar y tañer juntos, en torno a una copa de vino, los añosos vítores que acompañarán siempre en el espacio infinito esos hallazgos mágicos, inmortales…
Y recordarás por siempre los miles de abrazos, risas… y llantos...