© Alberto Omar Walls
A veces me encuentro con siglas provenientes del universo que no entiendo muy bien. Son como sacadas de un caleidoscopio de signos en las que no veo todo su significado en ese mismo momento. Pero si dejas que el silencio fluya y el espanto o la ignorancia se alejen, todo se aclara y encuentras su sentido.
Fue el caso que no hace mucho compré una pequeña armónica, o pianillo de boca, a un chinito de pocos años en el paseo de la playa que está delante del gran hotel Bahía del Duque en Adeje. Me dijo que estaba allí todos los días, y que extiende sus objetos de barata mercadería sobre una pequeña tela en el suelo. Un poco más allá está también su friend. Este vende nombres pintados. Muy bellos, de colores. Cuesta tres euros. Le dices el nombre que quieres pintar y él te hace una exquisita grafía sobre una hoja blanca de papel. Es un trabajo muy sencillo y hermoso. Una niña muy rubia, casi blanca, calladita y sonriente, le trajo su nombre escrito y le entregó los tres euros. Se sentó a su lado en el suelo y se quedó observando cómo la mano se le deslizaba parsimoniosamente sobre el papel dibujando los signos mágicos del nombre. Pensé que volvería al día siguiente para que me dibujara mi nombre chino, pero sabía que aunque volviera ya no los encontraría de nuevo.
Eran dos jóvenes que estaban ahí descolgados en medio de un camino que no les llevaba a ninguna parte, como si se hubieran olvidado que estaban a miles de kilómetros de su Nietyin o de cualquier otra gran metrópolis… Pero sabían inglés, y comprobaban que eso les abría las puertas del mundo, aunque no hablaran ni una papa de español. Por allí pasó un coche de la policía municipal e hicieron amago de recoger sus objetos. En cuanto el auto pasó de largo, dejaron de nuevos sus pocas cosas en el mismo sitio del suelo. El chinito al que le compré una armónica, dijo ufano que tenía ya los veinte años, y que se llamaba Tao. Tenía colocadas unas baratijas en el suelo sobre una tela marrón como la arena. Eran pocas, y me parecieron solitarias, aunque nada tristes, pero todo estaba muy bien colocado, manteniendo una distancia equilibrada. Las miraba y contaba varias veces con la vista. Recuerdo una cajita de cinco elefantes que imitaban madera, otra con uno solo grande y pesado, dos cajas más con sus pares de bolitas metálicas, que contienen esa música especial en su interior parecida a una campanilla zen. Una bola roja y la otra verde. Como su ropa, verde, pues iba vestido en varios tonos de ese color. Dos armónicas, una sombrilla de papel coloreado, unos muñequitos, algún perrito de cuerda y otras baratijas más.
Tao me dijo que cada cosa costaba cinco euros, menos el elefante grande que eran diez. Había ofrecido venderme el pianillo y la caja de elefantitos por diez euros, o el pianillo sólo por cinco. Intenté hacerle comprender que no entendía bien dónde estaba el truco, pero él me repetía siempre la misma opción, o cinco o diez. Nos hablábamos sin aparentemente entendernos, pero de alguna manera supe que se llamaba Tao y que llevaba yendo de aquí para allá desde hacía un par de meses. Le respondí que yo también era Tao, como él, entonces se sonrió con sus dientes blanquísimos y abrió unos ojos grandes, que sacó de entre sus rasgados párpados, como si hubieran visto un ángel. Cuando le señalé el auto de la policía que se alejaba, me dijo bajito y cortante que policía nacional, ‘buena’, pero la local, ‘problema’. Eso sí que se lo entendí perfectamente.
Era algo más de las ocho y media de la tarde y el sol se alejaba para allá de La Gomera, haciéndose enorme y bermejo como una sandía de verano. Le dije que me quedaría con el pianillo porque pensaba que el elefante le traería suerte, y le pagué. Entonces me dio las gracias varias veces y me extendió la mano. Cerré los ojos unos instantes al sentir su piel con la mía y me sorprendió presentir que su corazón estaba desbordado de ilusiones, que no temía las acechanzas del mundo y que no le importaba en absoluto haberse lanzado a realizar tan largo camino al margen de las sorpresas que en él le aguardarían. Como si se tratara de una barquichuela, sentí el mar golpeando contra sus costados. Siempre con más gestos que palabras, le pregunté cómo había venido a la isla. ‘En barco’, me dijo muy clarito. Incliné mi cabeza, coloqué mis manos juntas delante del pecho, como buen Tao uniendo el yin y el yang en uno, y me despedí.
Volví paseando por la arena de la playa, viendo cómo el sol buscaba caer tras la línea del horizonte. Abrí la cajita que contenía mi nueva armónica y, junto al tremendo sonido de las olas del mar pegando despiadadas contra la arena, improvisé una melodía ante el atardecer. Caminaba de espaldas, teniendo el enorme sol rojo yéndose por el oeste. Hundía mis pies en la arena y soplaba como un poseso sacando de aquel pequeño instrumento extrañas tonalidades que se llevaba el viento.
Al volver a casa busqué mi armónica que había extraviado hacía tantos años, de cuando era un chiquillo…