© Alberto Omar Walls
La amistad no sólo es un don para quien la ejerce, sino una necesidad para quien la disfruta. Si no tuvieras amigos, tendrías que creártelos.
Recuerdo, hace algunos años, el caso de un niño que jugaba con un amiguito invisible, a quien, por supuesto, él veía. Un día su madre decidió que ya era hora de que lo fuera dejando a un lado, por lo que no paró de decirle que ese amiguito no existía, hasta que dejó de verlo. No he vuelto a saber de ese niño; por supuesto que será ya adulto y, sobre todo, desconozco si dejó de creer en la amistad. No sería para menos si tanto te insisten en que el gran amigo del alma, quien te acompañó siempre en tus juegos y correrías, era solamente una ilusión. ¡Faltaría más, no creer a una madre!
Todos nos creamos la amistad a nuestro gusto, como los amores.
Porque, no nos llamemos a engaño, ni siquiera nuestra pareja, por mucho que nos empeñemos, dejará de ser una personalidad cuajada de incógnitas que nos hemos inventado a la altura de nuestras necesidades. Jamás acabarás por conocer bien a quien te acompaña durante años.
Vistos en profundidad somos unos desconocidos para los otros, pero jugamos a conocernos y a identificarnos con los roles o papeles que, de grado o por fuerza, nos han asignado. Y eso está bien, porque el humano, ¡la persona!, tiene tantas personalidades como imágenes proyectan las doce caras de un cuarzo dodecaedro regular, que sería la forma del Universo.
No podemos aspirar a menos, si provenimos de la misma energía cósmica que creó el Universo. ¿O no fue creado nunca? Por eso también digo que la amistad es uno de los inventos humanos más gratificantes que hayamos creado.