Estaba haciendo algunos ejercicios de Chi Kung en mi pequeño jardín Tao. El Negri, es decir, Negrito, mi gato negro con una mota de pelo blanco en el pecho, estaba como siempre en el jardín a mi lado, casi pegado a mis pies, por lo que a veces si hago algún movimiento he de tener cuidado antes de pisarlo. Lo considero poco agresivo, como si hubiese olvidado su ancestral condición felina y ya he aceptado que no hay manera humana de que cambien sus costumbres sedentarias y pacíficas y, a estas alturas, prefiero tener cuidado yo, antes que pisarlo a él, por el aquello de no despertarle su tigre dormido, que cualquier de nosotros mantiene casi siempre bien guardado...
Pero cuál fue mi sorpresa hoy, cuando al punto de oír el tímido piar de un mirlo bien negro, saltó raudo a la frondosa jacaranda y se encaramó en sus ramas más altas. Me quedé tan sorprendido que inmediatamente corrí a buscar el móvil y me puse a grabar la operación de su extraño enamoramiento. El pájaro se pasó todo el tiempo provocándolo de aquí para allá, y Negri, impávido, se mantuvo escondido al socaire de las ramas altas del árbol durante más de dos minutos. Cuando entendió que el mirlo había jugado a gusto con sus deseos, bajó de lo alto sin demasiada evidencia de frustración y, al verme, me comentó algo muy por lo bajín; una expresión gatuna parecida a un tímido muéch, creí entenderle. No hizo ni dijo más, pues se acostó como es su hábito. Pero yo, imitando algunas de mis voces del juego teatral cotidiano, como si fuera un viejo cazurro que de estos asuntos de la vida sabe muchas cosas, le dije: Él tiene alas, tú no… Te lo perdiste, ¿creías que el pájaro te iba a esperar? Já, él tiene alas… Luego pensé, un poco consternado por atreverme a decirle tal barbaridad, ¡Dios mío, si los gatos tuvieran alas!