© Alberto Omar Walls
Mi personaje comienza diciendo En este mundo, donde nadie escucha… Porque ando concentrado en la creación de una nueva novela y ahora mismo estoy trabajando en el desarrollo de un personaje muy curioso: está obsesionado con el arte de escuchar. Cree que todas las cosas y los seres tienen sus voces y maneras distintas de comunicarse. Se ha ido fraguando su personalidad interesándose en el escuchar como arte, y pretende llevarlo a sus últimas consecuencias, lo que le permitirá, al margen de tener que pasar por el sufrimiento que comporta la obstinación, enterarse de extraños asuntos que no vienen al caso ahora, pero que tienen que ver tanto con las voces de los discursos políticos, religiosos, amorosos o de cualquier catadura.
Estoy de acuerdo con él en que escuchar es difícil y que solo escuchando sabremos hablar bien, es decir, comunicarnos. O mejor dicho, escuchando nos habremos ganado el derecho a poder hablar. No se refiere a esos diálogos de gritos y exclamaciones, porque para escuchar deben haber silencios y respetos mutuos. Oí que le reprochaba ayer a una amiga suya muy habladora, cuando redactaba uno de sus diálogos, que si se está pendiente de colocar tus ideas, las que sean, y eres incapaz de mantener la boca cerrada, mientras la otra persona está hablando, tienes un problema que deberías resolver sin dilación. Por su puesto, su amiga lo tomó como una suave indirecta y siguió con la perorata. No fue una escena agradable, pero el narrador necesitaba posicionarlo por contrastes.
Aunque no se esté de acuerdo con las ideas de otros debemos practicar el silencio interior, la escucha y el respeto a que sus opiniones no concuerden con las nuestras. Y estar atentos, observar los gestos de sus manos en el aire o las expresiones del rostro. Él opina que son tan importantes estas acciones como las palabras que se dicen y oyen, porque puede ocurrir que en verdad ninguno se esté escuchando ya que se ha esterilizado la facultad de escuchar. Que retomamos el derecho a hablar si antes hemos aprendido a escuchar con el cuerpo, no sólo con los oídos, sino con nuestro ser completo. Lo llama a eso Completitud, un arte de saber escuchar.
Y usa mi personaje, al que aún no le he puesto nombre, un latigillo que repite a menudo:
- ¡En este mundo nadie escucha!