© Alberto Omar Walls
Quizá en un sentido amplio, todos los libros de ficción hunden sus raíces en la búsqueda de los seres humanos inmersos en la vida y sus circunstancias o sus azares... La vida misma, la existencia de cualquier mortal, es un rito iniciático en el que se conjuga el presente más absoluto como condición primera del vivir. Somos timoneados por los recuerdos junto al pasado, las esperanzas adelantándose al futuro y el deambular entre la realidad y los muchos deseos, entre los sueños y su realización. Aunque digamos que somos nosotros, los escritores, los autores de los libros, en realidad ellos son quienes, una vez publicados, nos escriben (o nos describen). Como escritor eres, a tu pesar, mucho de lo que en tus libros subyace, aunque lo hayas ocultado con tantas voces y disfraces. Los libros han tenido la virtud de crear una naturaleza real con lo proveniente de las fuentes de energía de la ficción, por ejemplo produciendo un camino al revés como en el caso de la gran Alicia creada por Lewis Carroll, tanto la de Alicia en el país de las maravillas como Alicia a través del espejo. Desde esa perspectiva por supuesto los libros son un viaje o varios viajes ejercidos por multitud de viajeros que son sus autores (y lectores, claro está). Viajeros que circulan a través de la memoria para dejar testimonios de sus vivencias o las de los seres que han observado a través del vivir. Todo libro se alimenta de la misma ilusión que los viejos libros de los grandes viajeros descubridores de tierras ignotas. En el sentido más específico, la literatura de viajes se remonta a la antigüedad. Recordemos el maravilloso viaje del gran héroe griego Ulises en la Odisea, quien vagara durante diez años por el mundo, el de entonces de las costas mediterráneas, mientras Penélope su esposa lo esperaba haciendo y deshaciendo una interminable tela. Dándose la infinitud de la espera, como en Las mil y una noches, la bella Zherezhade tejía cada jornada una historia sobre otra para salvar su vida. Ulises visitó el país de los lotófagos, de los cíclopes, de Eolo, de los lestrigones, de Circe, de los cimerios, de Calipso, de los feacios... Pasando los siglos, el irlandés James Joyce creó en su paradigmática novela Ulises también un largo viaje a través de pocas horas viajando tan creativamente con lo más nuevo de la novelística contemporánea atravesando en un solo día muchos géneros literarios: el monólogo, el teatro, la filosofía, el juego de palabras o el rompimiento de la gramática (y quizá fuera ese terrible juego de rompimientos de la estructura novelística lo que más me atrajo, e influyó, de su tediosa lectura allá de hace un poco más de cuarenta años). También este fue un viaje de rito de iniciación para entregarle en bandeja a la novela un nuevo territorio de lo subjetivo. El maravilloso y terrible ritual del Ulises antiguo sería el gran inaugurador de todas las obras posteriores donde el héroe va salvando los escollos que, bien sea la Naturaleza, el destino, o la mala fortuna, le van poniendo delante para impedirle que consiga sus objetivos.
Todo libro se asemeja a un rito de iniciación similar a esos grandes relatos de toda la gran tradición universal: relatos fantásticos plagados de hadas buenas y hadas malas, de monstruos, de ayudantes del héroe; bosques encantados que se animizan representando lo mejor y peor de la vida, lo oculto del alma humana; brujas con patas desconchadas siempre hambrientas de la carne inocente y aliadas permanentes con el mal; espejos que hablan y a través de los cuales puede el héroe penetrar en el mundo interior de los sueños o los deseos o en el abismal universo del inconsciente. Todos los cuentos, relatos y novelas del género de lo maravilloso tienen algo de esa sustancia ritual y de trascendencia que todo libro conlleva. Léase a este respecto Morfología del cuento, libro imprescindible para quien quiera indagar en las tipologías y funciones de los personajes de los cuentos populares, del gran investigador ruso Vladimir Propp.
Se trata del placer de gozar con los avatares, con el riesgo, y la necesidad u obligación de superar todas las pruebas del héroe o antihéroe, para crecer interior y exteriormente, junto con el beneplácito que se recibe de la sociedad creadora de las pruebas una vez que se superan. El goce del lector al llegar sano y salvo al final del libro, junto con el héroe que ha superado todas esas pruebas, es una de las mejores compensaciones que proporcionan los personajes de los libros. Junto al miedo, la camaradería, el ver, sentir y presentir a través de todos los sentidos múltiples mundos sin salir de casa, mirando desde la imaginación y experimentando en la carne de otro, en la carne vital del protagonista aquello que tú, pobre lector de biblioteca de provincias, no eres ni vas a ser capaz de acometer. Por eso, uno de los elementos más claros, desde la perspectiva del uso o ejercicio de lector de libros de ficción, es la transferencia y la catarsis.
Lógicamente, no sólo existe el viaje geográfico hacia el exterior: sabemos que la literatura moderna, desde Joyce, experimentó el viaje hacia el interior del ser ahondando en la condición humana, y por eso le exiges cada vez más a una novela, no sólo que esté bien escrita, sino que sea buena en eso del distraerte trasladándote por todos los caminos inimaginables, pero que también se sumerja en el interior del dolor y las pasiones de los seres. Tenemos en el pasado unos grandes maestros que nos entretuvieron en nuestra niñez y juventud con una literatura que también nos conmovió y aún nos sigue conmoviendo (lógicamente los niños de hoy se pierden esos goces, acuciados por la juegos de las pantallitas y los móviles). Me refiero aún a esa literatura que pervive y pervivirá siempre. Recordemos algunos títulos y autores: Ulises y su tremendo viaje por el Mediterráneo; Tirant lo Blanc de Joan Martorell (del XVI, obra que Cervantes consideraba “el mejor libro del mundo”), El Quijote y su deambular espiritual y social por una geografía específica pero cuya significación se agranda o alarga a través de los siglos; Los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, el descomunal viaje de Simbad el marino de las Mil y una noches; o Caperucita roja atravesando el terrible bosque de todas nuestras infancias; los viajes de Emilio Salgari; los maravillosos viajes que se adelantaron a toda una época de avances tecnológicos en los grandes libros de Julio Verne: 20.000 leguas de viaje submarino, Cinco semanas en globo, Viaje al centro de la tierra, De la tierra a la luna, La vuelta al mundo en ochenta días, La isla misteriosa, todas ellas llevadas al cine y que han hecho las delicias de niños y grandes; Saint Exhupéry, con El Principito y Vuelo nocturno, teniendo el cielo como significación de sus aventuras y el infinito como el límite del ser, concepto donde se alía con la literatura de honduras humanas y psíquicas, representado en frases como “lo esencial es invisible a los ojos”, o “el hombre se descubre cuando se enfrenta al obstáculo”; también el magnífico libro de Selma Langerlof, El maravilloso viaje del pequeño Nils (libro que me regaló hace muchos años Benito Cabrera); Flush de Virginia Wolf (editado por Mónica Plasencia de la desaparecida 23 Escalones), o el mismo Ernesto Hemingway, y por qué no el más reciente Michael Ende con La historia interminable, o el viejo Hans Christian Andersen...
No sabremos hacer un recuento de toda la literatura que nos ha hecho viajar con la imaginación sin salir del zaguán de casa. Sé que cada uno tendrá sus preferidos y, en cualquier caso, debemos estar abiertos a incrementar nuestra lista de lecturas día a día. Por ejemplo, nosotros los isleños canarios, tenemos un regalo hermoso que nos legó para la posteridad una gran poeta cubana que nos visitó hace muchos años, Dulce María Loynaz. Escribió un libro de su bello viaje universal: Un verano en Tenerife. Única novela de la poeta, es un libro que comulga con todos los guisos de la creación: el testimonio del periodista más sagaz, la gran poética sensible y profunda, la parsimonia y detalle del ensayo o la fabulación lingüística de la mejor narrativa... Toda esta amalgama se produce en uno de los libros más generosos que viajero alguno haya escrito sobre las islas de Tenerife y La Palma. Lo recomiendo, les enseñará a reconocer nuestra propia tierra, aunque un tanto anclada en el romántico recuerdo de otros años, desde la mirada de otro ser, isleño también. Creo que algo especial tienen los isleños en la cascarilla de los ojos que les conforman la manera de mirar.