© Alberto Omar Walls
Estuvo toda la noche soñando con el mar embravecido. Miraba el mar sin hablar. Alguien a quien sabía que amaba estaba a su lado. Dijeron algo en un primer momento, pero no existen recuerdos que amaestren las ansias. El ruido de las olas era tan fuerte que tampoco hubiese sido posible decir muchas palabras. Estuvo rompiendo el agua contra las rocas y más de una vez se empaparon entre los tules blanquísimos que se abrían como abanicos. De tanto amor como los habitaba, trascendieron más allá de los cuerpos. Una estampida de colores se mostró tiñendo nubes. Todo el anfiteatro de la naturaleza en expansión se les aparecía como un sueño; sueño dentro del sueño... Ninguno sintió miedo y eso les permitió mantenerse hasta que el sol se transformó en olvido.
Cuando aflojó el bramido de las olas, supo que comenzaba a decirle frases al oído: quien no sepa comer, no sabe amar; quien no sepa hablar, comunicarse, ha olvidado connotar los deseos aproximándose a lo buscado, y quizá por eso falle en su búsqueda; quien no conozca el silencio no sabrá de la humildad, y quien dude de poner en práctica sus deseos, quedará inmóvil por la eternidad; quien no acepte sus metáforas sexuales o de muerte, será pasto de las llamas de la locura; quien llore sin saber porqué, pero sin tristeza, estará alcanzando la sabiduría de las nubes; quien se deje mecer como corcho en el mar, sin luchar ni encolerizarse, estará a punto de aceptar las contradicciones del mundo; y cuando la luz estalle en su interior, advertirá el cambio profundo; quien esté ciego de ira y se deje guiar por otro ciego, vivirá en el caos…
Hace mucho tiempo que tiró al mar la llave que abriría la puerta del habitáculo donde se aclararían los sistemas simbólicos. Sí, la lanzó al fondo del mar. Fue al poco tiempo de dejar de lado la niñez, por eso pone cara de no entender nada.
- ¡Mira, allá arriba vuelan niños apresados por las patas de las gaviotas! –oyó decir, y fue ahí donde se interrumpió el sueño.
Él sabe que los niños se cristalizan en los pechos de los adultos, y por eso hemos de volver siempre a la infancia, para retomar el camino perdido. Aunque sea ya un tesoro irrecuperable habrá que hacerlo con la obstinada actitud de ganarle tiempo a la ignorancia. Porque cuando el humano sufre, con él lloran todos los pasados. En esta cultura de la muerte, el sufrir es lo cotidiano y parte del juego cotidiano. Cuando un niño llora, tiembla el universo. Y hace tiempo que descubrió que cuando lo hace un adulto, su pasado se vuelve real y calla el niño en el interior.
Pero la realidad es evanescente, juega a ocultamientos a través de otras significaciones... Después de despertarse sobresaltado, escribe en medio de la madrugada:
Desde hace millones de años el hombre se representa como un sufriente sin destino conocido. Más cerca de nosotros, a casi cuarenta mil, el primitivo hombre creó la cultura paleolítica, donde aún se desconocía cualquier tipo de combinatoria simbólica que disolviera sus angustias sin metas: aunque como es lógico sabía ya pintar, pensar, hablar, crear símbolos, dioses, y hasta viajar para comerciar. No habían nacido aún Edipo, Eros o Antheros, pero estaban el erotismo y la muerte bulléndose en el interior de la sociedad construyendo las metáforas de los egos humanos. Hombres y animales intercambiaron sus atributos. Porque el hombre comparte con el chimpancé genes y proteínas (hemoglobina): Darwin encontró el animal en el hombre, Lacan localizó lo humano en el feto del mono y, un gran cuentista, seguidor de las teorías de Poe, el viejo maestro Horacio Quiroga, escribió El mono ahorcado [1907], para hallar en el animal la fuente de inspiración que demuestra el rompimiento de lo humano: que el morir es la respuesta a la angustia que causa la duda o que la anomalía sexual es fundamento de las demás anomalías. Caer del árbol ha sido tan trágico como caer del cielo. Ambos han podido dar lugar a una misma frustración. Alguien quizá podría despreciar al joven chimpancé Freud sólo por no haber querido fabricarse un currículo humano. Muchos creen que responde a una repetición insípida de un conjunto de actos libérrimos, otros que sólo es cuestión de tiempo. Si tan poca cosa saben del homínido Freud, cuánto menos sabrá el actual humano de los otros muchos seres que con él conviven en este u otros planos de conciencia. Despectivo y culpable, el hombre sigue sin integrarse con auténtico amor en la Naturaleza que tuvo el sentido común de procrearlo...
Deja la libreta en la mesilla de noche, concentra la respiración en la nariz y, con suma parsimonia, se vuelve del lado de donde habita su Doble. Y sabe ya que esta noche seguirá soñando con el mar.