Madera

              © Alberto Omar Walls

  

    Era un magnífico carpintero. Le encargaron una mesa grande y de buena madera los señores de la colina. Cara, pero no importaba. Así había de ser. Estuvo toda una semana entregado en su confección. La elegante y robusta mesa fue del agrado de todos. Pasó algún tiempo y la casona de la colina se prendió fuego. De los pocos objetos que se pudieron salvar, la mesa del carpintero fue uno de ellos.

 

    Él quiso subir a verla, quizá a ofrecerles algún dinero por la mesa antes de que la casa fuera demolida y malvendidos los pocos enseres que quedaron. Pero ese día no se sabe qué cosa ocurrió, ni porqué se produjo tanto inconveniente. Que no pudo dejar la carpintería sola, que la mujer se había quedado en cama por tener ya cerca el parto, o que...

 

    La compró un usurero. Se la llevó lejos y la revendió en una tienda de la ciudad. No se sabe cuándo entró en la tienda un extranjero que andaba de paso y la adquirió como si fuera una ganga, por el doble de lo que hubiese pagado un nacional y por la cuarta parte de lo que él hubiese ofrecido en su país. Se la llevó.

 

    Pero la mesa, junto con otras cosas, quedó olvidada en los almacenes de un aeropuerto internacional. Se ve que el extravío poco preocupó a su dueño, porque allí estuvo algo más de dos años hasta que fue vendida en subasta pública. La compraron para las clases prácticas de una facultad de medicina. En ella se ponían los cuerpos muertos que habían de utilizarse en las clases de anatomía.

 

  Más adelante renovaron el utensilio general por otro más acorde con la asepsia exigida por la sanidad pública, y esa vez la mesa quedó al descampado en un patio trasero durante varios meses, recibiendo agua, sol y nieve. Viéndola un estudiante la tomó para sí pues se hallaba su habitación solamente provista de una cama, dos cajones y un pequeño estante en el que mal se sostenían unos pocos libros.

 

   Duró cuatro años en aquella pequeña buharda, antes de pasar a ser propiedad de un anticuario que se dedicaba a restaurar muebles y a exportarlos a distintos países. Por cualquier razón del destino, la mesa remozada viajó al lugar de su nacimiento, al mismo pueblo en que de unos troncos el carpintero le había dado vida. Dentro de una tienda lujosa, la compraría un abogado; luego, pasó, cuando éste dio en desprenderse de ella, a un médico; más tarde, la adquirió una peluquera y, al final, fue a dar a una fábrica.

 

   Había pasado mucho tiempo, tanto que el carpintero pudo envejecer y olvidarse de la hermosísima mesa que una vez había fabricado con sus toscas manos para la lujosa casona de lo alto de la loma. Y en la fábrica, con la madera de la mesa, hicieron un ataúd de lujo.

 

   El carpintero había dejado dicho que lo amortajaran dentro del mejor ataúd que en el pueblo hubiera. Así lo hicieron. En el velatorio, cuando la gente veía el rostro del viejo ebanista, recubierto y protegido su cuerpo por la añosa madera, pensaron, no sin cierta extrañeza, que aquel muerto parecía estar más que satisfecho.

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