© Alberto Omar Walls
No me cansaré de decírtelo. Que no me importa. Sí ya veo que he usado dos negaciones seguidas con lo que, es de suponer, que en el fondo planteo una afirmación; es decir, que sí me importa. Bien, pues retomo el enunciado de otra manera: aunque a veces me canse al decírtelo tan insistentemente, quiero que sepas que me interesas y que me apetece seguir acompañándote en tu búsqueda. Yo también busco, ya lo sabes, ¡soy de la madera de los buscadores!... desde hace mucho tiempo, y en esa entrega obstinada, se me deshabita muchas veces el ánimo. Se me solivianta la bestia sobre la que voy aupado, y salgo a galope sin fe ni destino. Cuando esa brusquedad del ánima se produce, he de esperar a que las aguas vuelvan al cauce de la vida, de las dudas, para abrir de nuevo el proceso indagatorio de las certezas.
Claro que no basta la fe… El otro día alguien me dijo que es preferible la certeza. Tiene razón, la fe vale solo para quien se ejerce en el método de la duda para alcanzar una supuesta certeza en la que no creerá.
Sin duda una certeza dará en la diana de la cosa. ¿Pero qué cosa buscas?, ¿sabes ya lo que buscas? Yo me he pasado casi toda esta vida indagándolo y aún me confunden numerosas cuestiones. ¿Es Dios tu obsesión?, ¿acaso el amor perfecto encarnado en un hombre o mujer que jamás llegue ninguno de ellos a decepcionarte?, ¿el dinero?, ¿la felicidad?, ¿la paz mundial, los ecosistemas?, ¿el éxito en la profesión, los negocios, los hijos, la familia toda o los amigos…?
Observa: cada vez que un gran investigador [un premio Nobel de Física, por ejemplo] parece que alcanzara una certeza invariable, con el valor de axioma, sabemos ya que en el tiempo que sea, mucho o poco no cuentan, otro hallazgo vendrá que dejará atrás, obsoleto, su supuesta certeza irrevocable.
No creo en esas certezas, no sé tú, tampoco en las palabras por muy exactas que aparenten ser. Ah, las palabras, ese genial invento del Hombre… Decía Bachelard que los pájaros aprendieron sus músicas de los gorgoteos de las aguas de los ríos y las riberas, y que el hombre lo hizo de los pájaros. Hermoso juego metafórico, ¿pero cuál será la certeza que creó la necesidad de un lenguaje en el ser humano para comunicarse… y mentirse? ¿Quién no sabe aún que una simple palabra puede matar o dar la vida?, ¿pero se trata de la palabra en sí, de esa cadena fonética cantada por una garganta humana? Claro está que no, lo que mataría es la emoción y los sentimientos que se despiertan en quien la oye.
Pero, sorprendentemente, solo conocemos por palabras; palabras que se repiten o contradicen, remitiéndonos unas a otras como si entráramos en un laberinto de significados que no nos conducen a ninguna parte.
Lo dicho, estoy contigo aún buscando, mas te recomiendo que solo te quedes con las certezas… Por eso, cuando si acaso encontraras una, ¡una sola al menos!, guárdala en tu corazón y no se lo digas a nadie, ni la muestres, porque las verdades auténticas se corrompen o evaporan en cuanto se exponen al aire o se verbalizan en palabras...