La mujer de la orilla

      © Alberto Omar Walls

 

 

Para mis amigos del Taller:

María, Zeben, Katy, Diego, Bea, Mari Carmen, Antonio y Vega.

 

 

    En la playa parece como si el sol redoblara su potencia. Tropecé con alguien y cuando levanté mi vista, ella miraba al sol fijamente. Como fuera que yo andaba descalzo por la orilla, concentrado en sentir las olas al romper en la arena y en mis piernas, no tuve presente que estaba allí como clavada, ausente. La miré y le advertí medio en broma de que mirar el sol sin pestañear era peligroso. Se dignó mirarme con una sonrisa abierta y lejana, mientras sus cabellos rubios ondeaban al viento. Pero yo insistí, diciéndole ¿no me cree? Se soltó el lino de la blusa mojada que tenía pegado al cuerpo con un ademán indiferente y, aún con la sonrisa enigmática en los labios, me dijo: no creo en nada o en casi nada, apenas hay un par de cosas fundamentales. Mientras mis pies a cada embate de las olas se hundían un poco más en la arena, me atreví a preguntar, ¿cuáles? Otra vez recibí su sonrisa y su fuerte mirada, y me dijo: Pues la respiración y el aire, el sol y sus caricias... Se quedó callada. ¿Nada más?, insistí. Eso, dos o tres cosillas… Me olvidó y se volvió para el sol, pero esta vez con los ojos cerrados abriendo los brazos y moviéndolos como si hiciera tai chí o chi kung, o empezara a recibir la energía del sol sobre su piel. Sentí que sobraba y seguí andando por la playa hasta el final. Anduve cavilando en lo que me había dicho, ¿qué no creía en nada o en casi nada? Cuando volví, pasé por donde la había dejado, pero ya no estaba allí. Miré al sol para preguntarle, pero por toda respuesta recibí un fogonazo que me quemaba las pupilas obligándome a cerrar los párpados.

 

      ¿Cómo puede ser eso?... ¿Una mujer tan hermosa que ya no cree en nada?

 

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