La música de la voz

     © Alberto Omar Walls

 

   Eran los gritos de un niño. No sabía aún que se había quedado encerrado tras una puerta de barrotes de hierro que daba a la piscina del hotel. El grupo abundante de focas sociales tomaba el sol. Un niño gritó. Yo no le entendía por eso de no saber inglés, pero el tono era airado, exaltado, demasiado gritón. Y sé, a fe mía, desde hace tiempo, de entonaciones de la voz. Es la música del cuerpo y la mente que le sale a la persona a través del aparato fonador según sus estados de ánimo. Imprescindible también para poder oírse por dentro. Y a mí me llegaba la música de una voz pidiendo auxilio.

 

  Miré a la mucha gente que con total tranquilidad e indiferencia tomaba el sol; nadie se movió. Sentí la necesidad impulsiva de ir a indagar desde dónde provenía aquella voz extranjera tan airada. Cuando llegué, vi a un niño de unos nueve años que daba golpes contra unos barrotes mientras gritaba sin cesar. Estuve a punto de salir corriendo a recepción para pedir ayuda, pero al punto me percaté de una especie de caja que había del lado de donde se encontraba el chico, sin saber aún si era un interruptor de la luz o un liberador del seguro de la verja. Tuve el instinto de señalarle con el dedo el artefacto y con gestos indicarle para que él mismo, desde su lado de dentro de la verja, lo accionara. Entendiendo mis gestos, con mano muy nerviosa el niño levantó una tapa de plástico, presionó el botón y la puerta, ¡oh, milagrería de la técnica!, se abrió.

 

    Mientras salía corriendo me decía zénquiu, zénquiu, y yo le contestaba tranqui, tranqui. Lloroso y descompuesto, pero muy serio, por supuesto enfadado aún, escapó de su encierro mientras repetía una y otra vez zénquiu, zénquiu y yo le contestaba tranqui, tranqui, pero él insistía de nuevo zénquiu, zénquiu… al tiempo que se dirigía raudo al lugar donde su padre, muy tranquilo y satisfecho bajo el sol, se tostaba al aire libre de El Médano.

 

   Y me recordé que siempre había creído imprescindible saber inglés, viéndolo de lejos cómo explicaba a su padre, con gestos ampulosos, el terrible rito del miedo y la claustrofobia. No obstante, ninguna de las foquitas satisfechas atendió la llamada de un niño que estaba a punto de conocer las orejas a la histeria. Y yo, solamente por la entonación que el éter de esa personita gritona emitía, supe llegar en su auxilio. ¡Qué curioso!, ¿verdad?

 

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