© Alberto Omar Walls
Todo tiene una causa en la raíz de su ser. Lo que se llama comúnmente como relación causa-efecto para lo bueno y lo malo, tuvo un comienzo, aunque no nos acordemos ni remotamente de cuándo fuera. Es como si jugando al billar en una gran mesa llena de bolas, cuyo tapete mostrara resistencia menos cero, tuviéramos que seguirle la pista de los infinitos movimientos a todas y cada una de las que golpeáramos con el taco. Es el mismo caso que nuestros actos cuando los realizamos en la vida, que les perdemos la pista al rato de hacerlos. Y todo lo que vivamos ahora mismo, será causa de otros efectos futuros, pero han sido efectos de causas pasadas. ¡Ahí es nada, todo parece estar en continuo enlace, como una cadena interminable de sucesos que se entrelazan formando una red de nudos infinitos! A toda esa inmensa red que envuelve al humano algunos la llaman karma, compuesta por futuros que se transformaron en pasados. Es decir, el libro invisible donde se quedan grabados nuestros actos conscientes e inconscientes, sucesiones de deseos y pasiones, interrelaciones de actuaciones y todas las vivencias en las que hayamos implicado a otros, para bien o mal, con buena o nefasta intención... Ahí quedarán anotadas las futuras manifestaciones que son producto o consecuencias de aquellas primeras. Uf, parece un lío, pero funcionan así, más o menos, las cosas.
Ya que estamos a pocas horas de la Luna llena de julio, voy a exponer algo muy simple que me ocurrió: todas las mañanas me acerco a la playa de Las Vistas y estoy un rato andando, luego me baño en el mar y, muy pronto, antes de que el sol se vuelva inmisericorde, me visto y me voy. Me tomo un café con leche por ahí y luego me acerco el resto de la mañana a la biblioteca. Ayer no fui a la biblioteca, pero dando marcha atrás a la moviola de las vivencias cotidianas, diré lo que pasó. Fui a bañarme en el mar, me advirtieron de que habían visto unos medusas y entonces me zambullí como pude en la orilla tres veces, restregué la piel con el agua de mar, por su sal y yodo, y como si fuera un perro menudo me salí pronto, bien despercudido y zarandeado, no fuera que alguna medusa... Mientras me agachaba a la arena a recoger la toalla, observé a su lado un objeto brillante, metí los dedos en la arena y, para mi sorpresa, me quedé entre ellos con una moneda de un euro; investigué un poco más y salió a la superficie otra de veinte céntimos. No seguí buscando, me parecía miserable seguir indagando y transformar lo que había sido un supuesto hecho azaroso, un acto de buena suerte, en un obsesivo deseo de posesión. Guardé las dos monedas y me olvidé del asunto.
Una hora después, fui a buscar a mi hermano Yamil porque habíamos quedado en ir a visitar el pueblo de Vilaflor, ya que yo llevaba años sin poder comprobar el magnífico efecto que su aire seco haría en mi ánimo. Allí fuimos, y evidentemente había 45% de humedad frente a los 100% de la costa, por lo que me puse más alegre y activo que unas pascuas. Nos quedamos la tarde entera, allí fuimos a visitar la iglesia del Santo Hermano Pedro y, cuando me acerqué a ver las velas, resultó que eran eléctricas y de plástico. ¡Costaba encender cada vela un euro! Metí la mano en la cartera y saqué, ¡supongo!, el euro que había encontrado por la mañana. ¿Observan con este sencillo ejemplo por dónde voy? Se encendió la vela eléctrica, pedí por nuestra virtud, para que se acreciente cada día la necesidad de ser más conscientes y respetuosos con la vida, y me acordé de la persona que extravió la moneda en la arena por la mañana. Sentí como que se había tendido un puente, aunque mínimo, entre ese ser desconocido y mi petición silenciosa. No me interesan los ritos religiosos, pero aprecio aprovechar la oportunidad de conectar con las energías más sutiles, sea en el lugar y momentos que sean. No terminó ahí la cosa: encontré un solo zapato de hombre en medio de una plaza; observamos la asombrosa y paciente limpieza que estaba haciendo un restaurador en el retablo del altar de la ermita antigua, sacando a la superficie pinturas que llevarían quizá más de un siglo sepultadas por el barniz mal encasquetado, años atrás, de color madera; repartí ramitas de romero a unos amigos de mi hermano que iban a visitar el Teide; estuve al lado de una camarera de un restaurante que tropezó en un escalón y se cayó con todas las cosas de la bandeja al suelo, platos de comidas y botellas… Como estaba situado a su espalda tuve el impulso de lanzarme a la cintura y agarrarla para salvarla, pero lógicamente me contuve. Una vez que el estropicio de platos, vasos y tazas se esparciera por el suelo y ella se hiciera de cruces asombrada de lo que le ocurrió, le comenté que pensé en un instante agarrarla por detrás, y me dijo “¡Haberlo hecho, hombre!” Pero yo pensé en el binomio causa-efecto y que si lo hubiese hecho, para evitar que ella cayera, ¿cuál habría sido la situación?, ¿cómo le iba a explicar que imaginé que iría a caerse con todo al suelo y por eso la agarraba de detrás por la cintura atrayéndola hacia mí? Aunque habría sido interesante haber comprobado el tipo de consecuencias que hubiera traído ese acto.
¡Ay, y también las causas-efectos de muchos actos son multitud cuando estalla la energía de la Luna llena, esa inmensa madre cósmica que nos protege de noche con los rayos atenuados y sutiles del dios Sol! Repasen los nacimientos habidos este mismo sábado, verán que los nuevos seres que vienen a la Tierra se multiplican por diez con respecto a semanas anteriores. Así que podríamos confeccionar una estadística lunar de los nacimientos de los doce meses del año centrándonos en los días de la Luna llena. Pues claro que esa energía nos influye no solo en los cuerpos humanos sino en toda la Naturaleza terráquea. Si la medicina china nos advierte de que hay enfermedades producidas por causas internas, pero también externas, como por ejemplo los cambios de los climas, ¿cómo no va a ser propiciadora de muchos encuentros amorosos, embarazos, o trastornos mentales, o violencias o transformaciones físicas, el aumento de la energía ambiental producida por la Luna?
Debemos estar más atentos a nuestros actos y decisiones, y saber identificar de qué catadura sea nuestro deseo a la hora de realizar cualquiera de ellos. Y qué consecuencias futuras pueden comportar, porque lo sepamos o no, siempre serán evaluados. Claro está que no es nada fácil, porque además no estamos educados sino para producir a ciegas proyectos en nuestras propias vidas y, en el mejor de los casos, planificar previamente sus calendarios pero no tanto sus viabilidades. ¿Por qué?, ¡pues porque nunca nos enseñaron a evaluar desde el comienzo los costos vitales! Porque, como vengo diciéndoles, todo acto de la vida tiene unos gastos, por tanto unos costes, también tiene riesgos y, supuestamente, al final unos serán los éxitos y otros los fracasos.
Como se sabe, en el proceso evaluador, se denomina eficacia a la que tiene un proyecto cuando alcanza un grado de satisfacción con respecto a los objetivos previstos en la población en un periodo de tiempo independiente de los costos; se llama efectividad a la relación entre lo logrado y lo programado, entre el resultado y el objetivo, y, finalmente, la eficiencia es la relación entre los productos y los costos de los insumos que implica el proyecto. Si nuestros actos los condujéramos como si fuéramos una empresa pública, buscaríamos cubrir el trinomio evaluador de la siguiente manera: eficacia-efectividad-eficiencia, importándonos relativamente poco los gastos y atendiendo más al impacto social. Pero si somos una empresa privada que arriesgamos nuestros fondos, buscaremos que se cumpla el proceso evaluador de nuestros actos, así: eficiencia-eficacia-efectividad, pues siendo una empresa privada sin apoyo oficial ninguno, tendríamos que buscar permanentemente el riesgo cero.
Por eso decía al principio que era muy importante tener en cuenta la relación causa-efecto.