© Alberto Omar Walls
Era de mañana y estaba abierta la rejilla de la puertecita y, por eso, lo vio todo de distinta manera. Llevaba dos años en la misma jaula y nunca antes le había ocurrido. Entre inquieta y asustada salió afuera de su cárcel segura. Revoloteó muy cerca, a pocos pasos, pero volvió adonde olía que estaba el alpiste. Picó dentro del comedero varias veces, mojó sus plumas en la diminuta bañera, bebió también del agua y, al fin, el instinto la lanzó hacia el mundo ancho y ajeno, atravesando la ventana abierta que daba a la azotea.
¡La de árboles que había en ese barrio, jamás lo hubiese imaginado! Sin saber por qué siguió el vuelo de un pajarillo que le pasó rozándole el plumaje de su cola, al tiempo que la miraba de soslayo. Corta pero fulminante había sido la mirada, como si le hubiese dicho qué guapa eres o ¿de dónde sales tú, hermosura? Se dejó llevar por aquel vendaval amarillo que volaba con tantas prisas y, siguiéndolo entusiasmada, saltaba también como él hasta alcanzar otros árboles que estaban en el bosque cercano.
Estuvieron picoteando de aquí y allá, entreteniéndose en una hormiga o en algún gránulo negruzco de las hojas, hasta que él se detuvo en una ramita altísima de un olivo. Dando saltos coquetos, cortos y seguros, ella hasta él se acercó y se le quedó mirando con descaro. Él le pió una vez y ella le contestó. Él le pió de nuevo con más intensidad y repetidamente, pero ella sólo contestó gorgoteando. Él entonces se lanzó a cantar melodías que estaban en su cabeza desde hacía milenios. No sabría decir por qué, pero en esos momentos, teniéndola a ella delante, le salía el canto de improviso, sin control alguno. Tampoco podría imaginar siquiera desde qué lugares le venían, o en qué tierras las había aprendido, aquellas extrañas y múltiples voces que lo invadían con un goce sublime. Ella también cantó, pero para dentro. Concentró su canto contento en varios gorgoteos que pretendían imitar las gozosas voces de aquella garganta misteriosa, pero pronto calló y se le quedó mirando, mientras él, ufano por la exquisita admiración que había despertado en ella, comenzaba pronto otra nueva aria improvisada, más linda y musicalmente más melodiosa que la anterior. En ella juntaba los ritmos de los vientos de otras épocas con las melodías rumorosas de los arroyuelos de desconocidas latitudes, y los entrelazaba en tempos melancólicos confiriendo a su canto de voz múltiple una obligada atención hipnótica.
Como no sabían qué cosa fuera el tiempo estuvieron así, observándose y cantando, experimentando el instante más largo y placentero que les podía regalar la infinita naturaleza. Ella siempre junto a él, mientras su primer amor, entregado al febril canto, levantaba el cuello mirando al cielo, que a su vez lo regalaba con la inspiración de los ángeles.
Cuando desde allá abajo atronó una escopeta, una gran bandada de pájaros, salidos de todos los árboles, nubló el firmamento. Ella voló atropelladamente, aturdida, tropezando contra otros pájaros feos que nada le inspiraban, creyendo que él vendría detrás siguiéndola. Todos huían sin saber hacia dónde los dirigiría el miedo. Aprendió de golpe, en medio de la estampida general, que la libertad tenía sus riesgos.
Cuando se sintió exhausta de tanto volar de un lado para otro, dio en parar en una azotea de las casas más altas. Estuvo allí andando inquieta por el bordillo del muro, observando todo aquello que se moviera, por si él aparecía. En su corazoncito inquieto se había alojado una extraña y dual sensación que antes no había conocido: la congoja y el amor. Ay, qué extraña mezcla se construyen los seres vivos, creyó oír decir, sin saber si le hablaba el viento o había sido su propio ser interior. Esperó quizá demasiado, hasta que el sol estuvo a punto de desaparecer en el horizonte, pero él seguía sin aparecer.
Entonces olió en el aire una sensación conocida. Voló hasta allí, entró por una ventana y se fue adonde el alpiste la atraía, mientras la puerta de rejilla de su propia jaula aún seguía abierta. En una de esas, después de haber comido y bebido a placer, ladeó su carita amarilla cuatro o cinco veces mirando para la ventana, donde se estaba proyectando redondo el sol dorado en un cielo azul pálido, y atinó a ver cómo, en lo alto del muro, él caminaba dando saltitos desesperados, piando como loco.
Ella volvió a saltar afuera de la jaula y se fue adonde la reclamaba su libertad.
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