La violencia del tedio

    © Alberto Omar Walls

 

Hablaban ese día en todas las teles de la violencia de género y se sentía revuelta por dentro. No había razón alguna para reprocharle a su pareja ningún tipo de agresión, pero es que no le gustó verse aquellas arrugas en el borde de los párpados y, por la noche, cuando cenaban en silencio observó que el tedio, como un grito violento, se había sentado entre los dos a la mesa.

 

Temía, desde hacía años, descubrir ese momento en que los hijos están ya crecidos y aquel amor profundo que quedó congelado en las fotos de la boda se le convertiría en un vacío prolongado. Estaba la posibilidad de los lifting sin cirugía, pero no era eso lo que ansiaba, porque simplemente querría que todo fuera otra vez como antes.  Quizá por eso, durante días, se empeñó en imitarse a sí misma recordando cómo se peinaba haciéndo­se una pequeña coleta en la nuca, y se lineaba los labios con el carmín brillante pues aseguraba que se los haría más sensuales y apetecibles. Recordó la receta de los canelones que le die­ra la abuela italiana, también cómo se hacían las truchas rellenas de cabello de ángel, y la salsa delicadísima de papaya que inventara la tata cuando con él, aún de novios, estuvo por prime­ra vez cenando con sus padres.

 

Quiso traer al presente la época de estu­diante progresista antes que todo se le fuera a caer en el olvido, y rebuscó los libros de Marcuse, Hegel, Otero… los apuntes de Aranguren, los panfletos callejeros, amarillos y también perdi­dos como ella en el tiempo. Se recompuso como se le arreglan el cartón y los trapos a una muñeca vieja, sin darse cuenta, sin saberlo, pero con suma dedicación y esmero.

 

Después de una semana de la estresante metamorfosis, el supuesto fiel compañero dio en mirarla con detenimiento como si la observara por primera vez, y ella le descubrió que había en sus ojos una opacidad que solo la da una pena oculta, o una decepción profunda, por eso, en sus silentes y sutiles reproches, él mismo comprobó que la quería caduca, seca, y que ya no la amaba. Pero habían vivido muchas cosas juntos y estaban acostumbrados el uno al otro, por lo que sólo en la mirada le avergonzó que ella quisiera luchar para seguir siendo joven, por remozar viejos rescoldos. No había dicho nada durante la comida y luego se sentó en el salón a beberse lento y seguro, sorbo a sorbo, su güisqui con mucho hielo.

 

Pero él no imaginaba siquiera que a ella le había surgido una nueva y férrea ilusión entre las flores de su vestido recién comprado por la tarde y no había quién la convenciera o le advirtiera de que, a punto de ser abuela, era una mujer marchita. Al ponerse ese traje, le pareció que la mira­ban quienes antes dudaban de su existencia, y en los ojos de los otros se halló nueva.

 

Como en la experiencia comprobaba que el amor guarda para los seres multitud de esqui­nas de convivencia, y decepcionantes, aceptó que todo había cam­biado, que él era ya un extraño entre extraños, y que sus silencios apenas le hacían mella o no le quebraban la sonrisa en llanto interior, ni las adulonas súplicas de él por ver juntos los partidos de fútbol la hacían quebrar su convicción. Menos aún las noches con la botella de vino como compañera, la su­mirían en el temor de sentirse abandonada.

 

Aunque era pleno invierno, abrió las ventanas de par en par e imaginó que por allí se salía todo su pasado. Tomó entre sus manos la vieja agenda, la manoseó y paso páginas hasta que dio con el nombre de alguien que nunca había olvidado. Marcó un número. Oyó la voz que buscaba en los recovecos de la memoria, algo más grave y menos impulsiva de como la imaginaba. Hablaron largo rato y, mientras pasaban los minutos, sentía sus carnes renacer al tiem­po que la otra voz le arañaba la piel golosamente y la humedad le partía el cuerpo en dos.

 

Supo que todo era posible, irse o que­darse, sentir la vida como un regalo o una maldición. Observar el miedo, temerle o pasar de él.

 

Siendo consciente de todos los riesgos, plantó una nueva sonrisa entre los labios, recogió una renovada ilusión que guardó en su pecho, sacudió la cabeza para tirar afuera los pensamientos viejos, taconeó de nuevo al andar, pegó un fuerte portazo al salir y voló adonde el deseo.


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