Él.la

    © Alberto Omar Walls

 

Se había enamorado de ella como un animal. El instinto se le subió a la cabeza, se le señoreó abiertamente y dejó de saber que otras perso­nas existían en el mundo fuera de su bella morena de tez pálida y ojos claros.

 

El amor, hasta entonces, lo había tratado cercano a una alfombra. Y se le venía del recuerdo la imagen de la chacha Martina, pechugona y bebedora, que rompía las alfombras a base de quererlas limpiar contra las paredes. Como a una alfombra, despellejada y añosa, creía él que lo ha­bían tratado.

 

Pero la cosa parecía distinta. Ella, su amor de ahora, lo miraba con sus lindos ojos cuajados de cielo y él se olvi­daba de golpe del mundo, y le subía por la espal­da un cosquilleo gatuno que lo cimbreaba ente­ro. Y en el abrazo subsiguiente, con el que se fundían en los besos, le florecían nardos en las manos y espigas en los ojos.

 

Pronto lo dijo a cuantos quisieron oírle, que estaba enamorado hasta los huesos. También bajó de peso y se puso más estilizado. Cambió las gafas de cristales gruesos por lentillas de contacto y, quizá porque no quiso recordar su edad, hasta cambió sus ropas por estilos más novedosos y alegres.

 

Qué raro, a ella le habría de pasar lo contra­rio. Los ojos le iban cambiando de color, hasta oscurecerse en un negro poderoso. La tez se le amarilleaba, los labios también se le ennegrecieron y, la primitiva alegría de mujer jo­ven o inocente, se le vino a caer de bruces sobre el suelo de sus encuentros.

 

Murió ella sin apenas poder decirle adiós, y él siguió buscándola en las terrazas de sus cafeterías cotidianas, en los bares atestados de ruido y vida, en los ascen­sores, en los huecos de las escaleras, hasta en su desayuno mañanero tras la taza y el plato o en medio de las tostadas y la mantequilla. También en un principio a todos dijo que ella había desa­parecido de su vida, pero las gentes no quieren oír tristezas. Por eso acabó dejando quieta la boca, olvidándose de confesiones, rumiando para dentro el recuento imposible de sus pocos meses y contadas horas de amor profundo y ya eterno.

 

 Cuando los amigos creyeron que ya había olvidado, vieron a la chica salir una mañana de lluvia fina de la cafetería donde todos los días se tomaban sus copas Como iba altanera u olvidada de todos, a nadie saludaba. Así se lo dijeron muy suavemente, casi con miedo o rubor, abrumados por las posibles con­secuencias de una confesión tan disparatada, inoportuna o irreal.

 

 Él dijo, cómo no, que ya la había visto antes que todos ellos, que habían estado juntos las tardes anteriores. Que en su amor especial y único ella había deseado volver a dar con él.

 

 Pronto vinieron los desajustes, las dudas, la imposibilidad de mantener dos vidas en sólo una, tanto el olvidarse de la mitad del carmín entre la comisura de los labios como el cambiar bruscamente a la voz de ella, o la coquetería femenina que lo abordaba en cualquier momento...

 

Y como era terrible mantener a los dos en uno, de­cidió ser ella.


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