Impaciencia

A veces hay que desandar el camino, para iniciar otro más llano y directo que conduzca a la certidumbre. Porque siempre hay algo que aprender de nuestro ser interior. Cuando creía haber superado las contradicciones y fantasías del aparente mundo de las ilusiones, en mí se había anidado el reconcomio de la impaciencia, y no me podía desembarazar de su influencia. Sabía que la cuestión que me inquietaba era sencilla de resolver aunque, para mi sorpresa, me mantenía encadenado. Impulsado por uno de los viejos patrones, lo que mucho vale más ha de costarnos, decidí subir la que se conocía en la región como la más larga escalera que conduciría a todos los conocimientos. Ascendería el cúmulo de escalones tallados en las rocas, serpenteantes entre piedras gigantescas, con la esperanza de encontrar al sabio maestro que desde años atrás se decía que vivía meditando en la cumbre de la altísima montaña que se perdía entre las nubes. A él me llegaría para pedirle consejo y recibir una respuesta definitiva sobre mi extraña inquietud.


Me dispuse subir en la madrugada de la primera luna de junio. Cuando cansado y sediento, después de un día completo de ascensión, llegué  a lo alto de la casi interminable escalera, no podía creerlo, el oráculo había decidido bajar en cuanto se enteró que yo subía, y por eso no lo encontré allí. Su perro fiel, un joven que me hablaba desde sus ojos grandes, me informó que si era mi deseo lo podría esperar, aunque no sabría confirmarme en qué momento decidiría volver. No le pregunté sobre la extraña reacción de su Maestro, porque al punto se desentendió de mí y, como si allí no estuviera, se puso a trajinar de un lado para otro.


  Decidí esperar pacientemente imitando el silencio y las posturas del discípulo. Al segundo día seguí al diligente joven para aprender algo de lo que hacía a la hora de alimentarse. Escarbaba en la tierra y olía los tubérculos, alzaba las manos hasta dar con los frutos de determinados árboles, después de haberles pedido permiso para recogerlos. Cerca de la reducida pagoda, se hallaba un huerto diminuto de donde extraía algunas verduras. Me dejaba seguirle a todas partes, pues me comportaba dócil y decidido a aprender. Compartió generoso conmigo sus alimentos y permitió, al décimo día, que hiciera por mi cuenta el mismo itinerario que ya había aprendido. Comprobé que algunas flores gozaban no solo de maravillosos colores y tonalidades que alegraban mi ánimo, sino que su alimento, aparentemente escaso, me saciaba con apenas haber comido algunos de sus pétalos.


     Pasados los sesenta días, el joven discípulo me comunicó con sus ojos, como era costumbre en él, que se iba a ausentar por algún tiempo, y que en la pagoda podría quedarme con tranquilidad el tiempo que estimara conveniente. Así lo hice durante siete años seguidos, hasta que un día, olvidado de porqué había subido hasta allá arriba, ni siquiera el porqué estaba viviendo en soledad, decidí bajar aquellos miles de escalones de la infinita escalera que había andado años atrás.


   Nunca antes en todo ese tiempo me había encontrado con nadie, sin embargo, al poco de iniciar el descenso, me topé con el discípulo joven que hacía el camino de vuelta alegremente, silbando una de las cancioncillas que ambos habíamos aprendido de las aves de alturas. Ni siquiera me extrañé que siguiera teniendo el mismo aspecto jovial, ni me formulé ninguna pregunta, ni tampoco le indagué para recibir algún tipo de respuesta. Eso sí, lo miré contento de volverlo a ver, él también me miró con sus enormes ojos chispeantes, y, desde ellos, me preguntó en silencio:


          -          ¿Encontró la ansiada respuesta, Maestro…?

 

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