Mujer olvido

          © Alberto Omar Walls

 

            Hay seres que se dejan destruir. Otros que se reconstruyen, porque llevan en sus destinos la marca del ave fénix. ¿Pero qué bobería es esa de que hay un destino…? La mujer en la que pienso llegó sin saberse de dónde vino y se marchó sin que imagináramos siquiera para dónde se fue. Apareció una mañana que de tan soleada estaba luminosa hasta la ceguera, parapetada tras unas gafas negras que le rodeaban los ojos y el rostro como un brazalete. Su cabello, fuego encendido, era una mata grande rojiza y rizosa donde se espejeaban los reflejos del sol cuando movía la cabeza. Nos sorprendió con un dulce acento lusitano. Dijo que la habían hablado de nosotros, que venía para que la dejáramos estar a solas… porque quería olvidar. Por esas simples y tremendas palabras acabamos por conocerla entre nosotros con el nombre de Olvido, pero ella insistió que la llamáramos, a secas, Mujer.

 

La musa del grupo, Charo, supuso en un principio que se trataría de una nueva competidora, pero en cuanto le entreveró los ojos tristes tras las gafas oscuras, cogió una botella de ron con una mano y con la otra arrastró una silla y se fue a sentar a su lado junto al piano. Nuestro piano tiene más de cien años pero suena magníficamente, como si un halo metafísico le envolviera los acordes y melodías. Charo nos comentó tiempo más tarde que Olvido la recibió en aquel momento con unas pocas palabras muy exactas y lacónicas: somos animales para copular, no para amar. Luego nada más dijo, porque empezó a cantar. Se sentó ante el piano y tocó melancólicas melodías que acompañaba con una voz susurrante de mezzo. Alguien comentó que eran fados, pero Charo, que había estado en Sao Paulo, aseguró que era jazz mezclado con otras formas, como el jazz brasileño, armónico y rítmico. Estuvo tres noches fumando, bebiendo ron y sosteniéndose sobre el teclado, mientras del fondo de su corazón le emergían mezclas de sonidos y estilos que, al contacto con nuestros oídos, desnudaban almas.

 

        Nunca antes supimos de aquella manera de olvidar: sumergida entre desconocidos, en medio de los humos de tabacos, empapada con los vapores de alcohol… y fusionando músicas lejanas que nos traían múltiples recuerdos perdidos como si fueran oleadas de pedazos de vidas. Tan honda era la experiencia que entendimos que para que Olvido pudiera olvidar, nosotros tendríamos que recordar. E imaginamos que a medida que ella languideciera, nosotros nos volveríamos más activos. Quizá por eso nos metimos a discutir sobre anécdotas y vivencias de hacía mucho tiempo, creyendo olvidados los miedos, lavados los rencores, suponiéndonos libres en medio de las emociones desnudas. Nos expresábamos porfiadores, inculpadores, verdugos. Engordamos de tanto ego como se nos venía encima.

 

      En las últimas horas Olvido nos cantó con subida furia, con mucha más encendida rabia, con desmedido odio. Comprendimos que aunque sus desconocidos amores le habían partido el corazón en numerosas ocasiones, en aquellos momentos se estaba vengando. Porque, mientras canalizaba la frustración a través de sus músicas, ella se tornaba liviana, más epidérmica. Y, ligera de equipajes, abría sus melodías hacia espacios abiertos y transparentes.

 

        A la tercera noche estábamos todos rendidos, menos la Mujer que llamábamos Olvido, quien seguía acariciando el piano con las volátiles yemas de sus dedos. Las notas que el arpa emitía desde dentro de la caja ya no eran melancólicas, sino una leve pena hilada y fluida como el lamento de un saxo. Cuando despertamos, Olvido ya no estaba. Alguien dijo que logró verla en sueños y que había transformado su cuerpo en algo frágil y sin peso como el papel y, sutil ya, como si fuera un vilano, se había escurrido hacia la calle a través de la ventana abierta.

   

    Con las primeras luces de la mañana, oíamos a un grupo inmoderado de la noche que aún tañía pífanos de carnaval acompañándose de sus partidas risas desganadas. Salimos para comprobar si allí se encontraba la bella Mujer. Solo hallamos una deshecha comparsa, y nos volvimos solitarios y quejumbrosos. Comprendimos que deshacernos del pasado es empezar a olvidar, y que ese ejercicio es tan sano como experimentar en el presente cualquier nuevo amor que nos sorprenda con su estallido y nos lleve a vivir una experiencia sublime o nos sitúe a las puertas de la autodestrucción. Que en cualquier caso también el amor se ha de deshacer en olvido, porque ninguna cosa perdura, pues todo pasa y no hay nada más ajeno a nuestra comprensión que la propia condición humana…

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