© Alberto Omar Walls
Cuando se lee un relato que consiga emocionarte, la posibilidad de alcanzar cotas máximas de comprensión y disfrute dependerá del tipo de mirada que, como lector, utilices. Es decir, cuál sea tu actitud e implicación cerebral. Para leer un relato o un poema es preferible adoptar una mirada sincrética, donde lo objetivo y subjetivo se junten, poniendo en funcionamiento las calidades de los dos cerebros. Como diríamos hoy día, permitiendo que las capacidades del cerebro derecho tome las riendas a través de propiciar sinergias y rapport con el cerebro izquierdo. Se han estudiado mucho las funciones del cerebro izquierdo, quizá porque se creía fuera el cerebro dominante (el masculino). Se sabe que la mitad izquierda del cerebro se relaciona con la capacidad de hablar, expresarse y comprender las intrincadas estructuras del lenguaje. Posee capacidad de análisis, hacer razonamientos lógicos, abstracciones, resuelve problemas numéricos, aprende información teórica, o hace deducciones... El cerebro derecho, o hemisferio derecho, en supuesta oposición al izquierdo, sería la parte femenina que controla la orientación espacial, la conducta emocional, la intuición, el recuerdo de caras, voces y melodías y, por supuesto, imágenes… por lo que las personas en las que su hemisferio dominante sea el derecho son creativas y de gran imaginación. Mas acepta ya que en la mujer domina por completo este hemisferio teniendo acceso a gran parte del izquierdo (por tanto, es el responsable de las sinergias y la creatividad).
Cierta característica del arte es la de provocar en el espectador una sinestesia continua. Un buen relato no se acaba de leer nunca, aunque sea cerrado en su técnica, pues mostrará en el transcurso de generaciones nuevas caras y tonalidades que lo irán conformando como un poliedro cristalino sobre el que, al incidir las sucesivas lecturas, se abrirá en múltiples ecos, visiones, imágenes y significados. Es la actitud poética del lector puro, auténtico, verdadero la que rescata los nuevos significados de un texto, como, por ejemplo, que al leer La isla al mediodía de Julio Cortázar se sienta al tiempo que un placer literario algo muy cercano a un cúmulo de las propias reminiscencias de infancia vividas algún verano en una playa.
Cualquier tiempo es bueno para el poeta genuino, nos afirma el poeta Pere Ginferrer en “Una ilusión óptica" [ABC Cultural, 1 septiembre 1995, p.18], y agrega: El genio poético, y aún el talento e ingenio, son insustituibles, individuales e inmunes al entorno. En cualquier pueblo lejano o en cualquier barrio de cualquier ciudad un muchacho o una chica de quienes nadie hace caso están empezando hoy mismo a escribir la gran poesía de mañana.
No concibo un buen relato o poema si no está presente el talento en mayor o menor medida. Siguiendo por el camino de los relatos, Boul de suif es una pieza tan extremadamente cuajada de talento que hace de su autor a los treinta años uno de los genios en la Francia de la segunda mitad del XIX. ¿Y quién puede aventurar a decir qué técnicas o artificios utilizó Guy de Maupassant en 1879 para hacer de Bola de Sebo una obra tan redonda?, ¿las del maestro Flaubert, que Guy no aceptaba?, ¿las suyas propias, cuando afirmaba que La menor cosa tiene algo de desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol ni a ningún otro fuego? Ah, cuánto me recuerda esta afirmación de Maupassant a ciertas recomendaciones que el Zen nos hace para encontrar la esencia de las cosas. Igual destino del buen talento se observa en muchísimos poetas, de los que Rimbaud es un ejemplo cimero...
Recordemos que toda escritura es como un ritual que transforma la ficción, mundo encerrado en contornos de letra impresa, en sagrada. ¡Con esta afirmación ya volvemos a crear sinergias entre los hemisferios cerebrales! Porque lo sagrado es un espacio geográfico, ¡amplísimo! que habita en el inconsciente colectivo. Y tan amplio es que… no se sabe dónde empieza ni acaba.
Aceptemos que la poesía sea sagrada. No me refiero a la poesía que escriben los poetas y escritores, sino a la poesía que utiliza a los poetas y creadores para expresarse. Me refiero al antiguo concepto de poiesis griega, la que habita en los corazones y en las grandes piezas geniales de creación: las musicales de Bach y Mozart, en las esculturas de Miguel Ángel, Mirón, Bellver o Boccioni; en la obras inmoribles de Homero, Cervantes, Shakespeare, Borges, Lorca…; en el cine de Visconti, Bergman, Wells, Kim Ki Duk o Kurosawa.
Se trata de la profunda poesía que une a lector y autor a través de su propio cuerpo calloso de fibras nerviosas invisibles, que igualmente sirve de vía de comunicación uniendo ambos hemisferios cerebrales, el femenino y el masculino… y, recordémoslo, que existe en todos los niveles de la creación.
Hablo del demiurgo... el principio activo del universo.