Los colores de las emociones


           © Alberto Omar Walls

 

Debe ser algo cotidiano, que apenas mostremos interés por escuchar lo que ocurre a nuestro alrededor. Me hallaba sentado en una cafetería, con el iPad abierto y leyendo un texto muy interesante sobre Cosmología Pleyadiana. Justo a mi lado, sin poderlo evitar, comencé a oír que la voz de una mujer le echaba una bronca a alguien. Quería concentrarme, pero el tono airado y cortante de aquella voz me distraía. Miré rápido hacia atrás, simulando que no daba importancia, y observé que una niña de unos nueve años estaba sentada a la mesa con una mujer joven, atractiva y de buena presencia. Pasé de largo mi mirada y la torné nuevamente para intentar concentrarme en la lectura del texto de mi pantalla.

 

 

Pero continuaba la voz de la mujer embroncando a la niña, de que se estuviera quieta y no le diera más la lata, que había estado a punto de tirarle el café con leche… El volumen era alto y la emoción airada, por eso, otras mujeres de una mesa vecina, que quedan frente a mí, seguían con sus miradas la escena. Yo quedaba de espaldas y no podía ver las expresiones de los rostros de ambas protagonistas, pero las expresiones de las dos mujeres que tenía delante me servían de espejo.

 

Nuevamente tuve que oír una buena carga de improperios que parecían salidos de alguna barahúnda y no de una sola persona. Volví a mirar hacia atrás, y observé cómo la mujer joven intentaba infructuosamente concentrarse en la pantalla de su móvil, pero en ningún momento pude ver que la niña estuviera molestándola. Quizá pretendía seguir el chat de su gwasap o estar a solas y no sentirse obligada con aquella niña.

 

 

Me sentí irritado y, aunque sabía que aquella lluvia de emociones no me incumbía, decidí cambiarme de mesa. Una vi que se había quedado vacía al final del local, allí me fui y dejé de oír la voz agria, cortante, de aquella mujer que descargaba sus iras o frustraciones sobre la niña que tendría también la obligación de seguirla a todas partes.

 

Pronto olvidé el incidente y me concentré en la lectura, no obstante al rato volví a pararme porque sentía curiosidad por saber de qué color se estaba mostrando su aura, y cuáles eran los colores que producirían las corrientes eléctricas de sus células cerebrales al entrar en sinapsis unas con otras conduciendo las emociones de un lado para otro…

 

Porque las emociones viajan en forma de colores. Sabemos de los siete colores que nuestros ojos físicos descubren desde el exterior y los envían al cerebro para su procesamiento. Son colores con muchos matices, pero existen en el universo mayor cantidad, ¡infinita!, de colores que somos incapaces de reconocer o procesar. Ah, la mala costumbre de no creer en lo que no se ve a simple vista. Tampoco se ven las emociones, aunque con ellas traficamos de la mañana a la noche. Y podemos influir en ellas en cuanto queramos, cambiando tanto los pensamientos como los colores de las ropas con que nos vestimos a diario. Pero esa es otra cuestión que no pienso tratar ahora aquí…

 

Antes de seguir leyendo en la pantalla, saqué mi libreta del bolsillo y escribí en ella dos hermosas máximas budistas que me vinieron en ese momento a la mente:

 

 

Cuando el dolor sea inevitable, recuerda que el sufrimiento es opcional.

No lastimes a los demás con aquello que te cause dolor a ti mismo.

 


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[Aquí reproduzco un extraño e inaudito doble arcoíris, tomado en Las Teresitas, que el año pasado me mandó una querida amiga mía y magnífica escritora]

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