© Alberto Omar Walls
Aquel hombre era un hombre como cualquier otro. Ni alto ni bajo. Sin nariz larga y tampoco corta. De cabellos ni muy grises ni muy oscuros. Con unos ojos ni grandes ni chicos. Eso sí, eran azules.
Lo que diferenciaba a aquel otro hombre igual a todos los demás eran sus ojos tenuemente azules y su sombrero de fieltro negro en forma de hongo. Lo llevaba a todos los sitios. Hasta es posible que se acostara con él. Nadie, jamás, le había visto quitarse el sombrero de hongo. El hombre del sombrero de hongo llevaba siempre sobre sí sus ojos de pincelada azul celeste y su viejo sombrero. ¡Ah, y un perrito! Era un hombre como cualquier otro y necesitaba algo que le distinguiera de los demás y por eso se empeñó en tener ojos azules -muy tenuemente coloreados- en comprarse un sombrero de hongo -que nunca se quitaba- y llevar un perrito menudo, de enrizadas lanas, agarrado, fechado a una cuerda ya algo pelada por el uso de años, y que se le pegaba a sus perneras como único acompañante.
El hombre de sombrero de hongo y de ojos azules y perrito menudo de enrizadas lanas de color sucio, vivía solo. Salía por las mañanas, siempre tironeando de su perro, ladeando el cuello con un tic nervioso, y siempre con el sombrero en la cabeza. El color azul de sus ojos, esa suave pincelada que se la había dado la constancia de un mirar dulce y limpio, le abría paso por las calles, como si fueran faros de coches celestiales, evitándole obstáculos, abriéndole caminos, guiándolo con la nostalgia de algunos recuerdos...
Una mañana -que siempre las mañanas parecen anunciar algo nuevo-, el hombre del sombrero de hongo y ojos azules y perrito lanudo, se paró en el centro mismo de la Plaza de los patos. Él siempre pasaba de largo, apenas si se veía detenido unos segundos por el jugueteo infantil del perrito mandinga y tontucio, pero esa mañana, sobre las doce del mediodía de un preciso día del mes de abril, el hombre, que era como un hombre cualquiera, ni alto ni bajo, ni grueso ni flaco, ni tonto ni inteligente, pero que llevaba desde siempre un sombrero de hongo sobre su cabeza y tiraba de su perro menudo, llevó su mano derecha hasta el ala de su pequeño sombrero en forma de hongo, de fieltro negro, y de un tirón lo separó de su cabeza. Lo separó tirando para arriba. En ese gesto parecería que estuviera haciendo un saludo ceremonioso a las nubes, o que le estuviera dando la bienvenida a una persona muy distinguida.
Así, en aquella postura tan extraña, se quedó unos minutos, o un día, quizá fue un siglo. No lo sé... Pero su figura, compuesta por el perrito, los ojos azules y el sombrero de hongo detenido en el aire, se asemejaba a una estatua muy antigua. Y como la cosa había sido especial, todo se detuvo. Menos la plaza, que empezó a andar. Las gentes que en ese momento pasaban y pasaban sin cesar camino de sus ajetreos ciudadanos, se quedaron detenidas, plantadas en tierra, simulando viejas fotografías. Y los patos de porcelana y los bancos, además del suelo de losetas de mármol, iniciaron un movimiento de ruleta, lento pero ascendente, como si el conjunto se hubiese transformado en una calesita. El hombre seguía con el sombrero de hongo en el aire, sin terminar de saludar aún a quien fuese, y la plaza andaba y andaba dando vueltas y más vueltas...
De pronto, los relojes atrasados de los colegios dieron las doce del mediodía de aquel día del mes de abril. Y todas las niñas y niños salieron corriendo a respirar el aire de aquella mañana de luz, muy tenue el azul del cielo, aunque con una menuda nube en forma de sombrero de hongo que encapotaba determinados sectores de la ciudad. Las escuelas habían abierto sus puertas de hierro y las luces alegres de millares de niños poblaron las calles. Todo estaba detenido como las agujas del reloj del abuelo, menos las piernas volanderas, pequeñas, de los niños. Sus uniformes eran palomas blancas de paces olvidadas, lanzadas al aire, extendidas sus alas amplias. Correteaban por todos los lugares, por los centros de las calles, subiendo y bajando escaleras, sin miedo a los coches, sin temor a los miedos. Los mayores habían sido olvidados como quien olvida un paraguas en el bar. Aquello duró una eternidad, o quizá el instante de un pensamiento. Pero fue un buen pensamiento o una eternidad alegre, bullanguera, abierta a todos los campos, olvidada de lo razonable.
Las manecillas de los relojes no querían o no podían pasar de estar juntas. Las doce en punto para todos los relojes de la ciudad. Hasta aquellos que habían estado atrasados se pusieron todos en la misma hora. Y también los que llevaban días, meses y siglos detenidos en horas de olvido, o de recuerdos, o en horas intemporales. Todos los relojes de la ciudad sonaban con un tic‑tac muy sonoro, pero detenidos, sin mover sus manecillas de las doce en punto del mediodía de aquella mañana del mes de abril.
Como sea que comenzó a descender el sol y a entrar la tarde por las puertas de la noche, mientras los relojes se mantenían invariables en las doce en punto, y los cuerpos de los mayores, varados como estatuas por cualquier lugar y rincón de la ciudad empecinados en sus encantamientos, los niños fueron cejando poco a poco en sus ajetreos, dejando los juegos a la mitad, alguno llegando hasta extrañarse y tomar conciencia de que una situación distinta de la normal les estaba aconteciendo. Las sombras se durmieron sobre el hombre de ojos tenuemente azules con perro y sombrero de hongo elevado al cielo. Y en ese dormir de las sombras, vino la noche y la plaza redujo su movimiento al mínimo. Era un andar casi imperceptible.
Pasó la primera noche de las doce en punto del mediodía de aquel día de abril. Muchos niños aún jugaban en las calles cuando los primeros vahos de amanecer se asomaron a los balcones de la ciudad. Otros habían dormido su primer día de rara experiencia tirados en las aceras, los más en las azoteas de sus casas, algunos en el campo, entre la hierba fresca y silenciosa. Pero ninguno durmió, esa noche, en su camita.
Y pasaron los días, y los meses y los años. Los niños se habían estado haciendo mayores sin tener en cuenta los relojes, porque sus máquinas, aunque palpitaban con sus eternos tics‑tacs, jamás variaron sus posiciones. Fue la era de las doce en punto del mediodía de un día del mes de abril. Los niños, que se habían ido haciendo mayores y que recordaban algunas acciones de sus padres y vecinos, copiaron en lo que mejor recordaban sus maneras. Así se creó un Comité de Primeros Auxilios que duró unos siete años, una Asociación de Niños Responsables, una Escuela Comunitaria de Conocimientos Basados en la Naturaleza, un Sector de Jóvenes Instructores para la Inocencia, una Academia Joven de Recuperación de la Lengua, un Gremio de Sastres, una Institución de Maternidad...
Con los coches, que habían dejado sus padres, confeccionaron modernas esculturas que se colocaban en todos los jardines; las máquinas de escribir, las calculadoras y los ordenadores fueron transformadas en juguetes para los más pequeños; los comercios pasaron a ser Centros Libres de Provisionamiento; con los semáforos hicieron surtidores de agua que regaban de continuo las calles. Porque las calles fueron transformadas en jardines, en los que se daban todas las flores y plantas de aquella ciudad subtropical. De la universidad se aprovecharon todos sus libros y documentos, pero con el solo objeto de entretener el espíritu con los antiguos conocimientos, pero nadie jamás intentaba estudiar ingeniería, o medicina, o filosofía, o arquitectura... Los saberes de siempre pasaron a ser juegos, y las especialidades antes estimadas como intelectuales o profesionales fueron contrastadas con la Naturaleza. Porque fue la era de las doce en punto y del amor a lo natural…
Y aconteció que la Plaza de los patos detuvo, al cabo de los muchos años, su última milésima de movimiento. Y se obró un nuevo y brusco cambio: el hombre del sombrero de hongo y de ojos azules y perrito menudo de enrizadas lanas y de color sucio que hasta entonces había estado considerado como una estatua muy antigua de algún prócer distinguido, bajó lentamente su sombrero de hongo que había sido elevado a manera de saludo a los cielos, lustros atrás, y se lo colocó en la cabeza. Eran como siempre, las doce en punto del mediodía de aquel mismo y antiguo día de un mes de abril. Y los relojes comenzaron a andar y a mover sus manecillas. Y el hombre de sombrero de hongo atravesó la plaza, tirando continuamente de la cuerda del perrito monifato y collón, y llegó a su casa. El paseo matutino del hombre se había cumplido al fin, pero las cosas no volvieron a ser como antes. Porque, aunque todas las estatuas humanas iniciaron sus andaderas, interrumpidas años atrás, todo se hallaba ya complicado.
Y se declaró una guerra. Los padres contra los hijos. A esta era se la llamó Guerra de las Estatuas contra los Niños. Aquella guerra tenía el carácter de la lucha por la supervivencia. O morir o matar. Y se pisotearon todas las flores y plantas de los campos, de la ciudad; los semáforos se utilizaban como lanzallamas, los ordenadores como artefactos para la destrucción a larga distancia, las sofisticadas máquinas procesadoras como acabados instrumentos para la lucha psicológica. Con los coches, que habían sido estatuas, se confeccionaron carros de combate... Todo esto lo hicieron los especialistas que habían quedado detenidos en las doce en punto de aquel día de abril.
Y ganaron la guerra las estatuas. Y todo volvió a aquel cauce primitivo. Y los niños volvieron a ponerse los uniformes para ir a las escuelas, y las calles se llenaron de nuevos coches y mayor ajetreo, y la Plaza de los patos no se volvió a mover nunca más. Porque aquel hombre de sombrero de hongo y de ojos tenuemente azules y de perrito de enrizadas lanas, no se volvió a ver jamás.
[1] Esta plaza, de Santa Cruz de Tenerife, nunca tuvo patos, pero fue testigo de mi adolescencia. Allí se produjeron muchos encuentros y conversaciones cuando salíamos de tarde de las Escuelas Pías del Quisisana. Con amigos que queríamos arreglar ya entonces, con largas conversaciones en la plaza, los rostros más feos de la sociedad. No hemos resuelto muchos, creo que muy pocos. También fue el lugar donde mis padres se conocieron en 1937, según cuenta mi madre, Amparo Walls Hernández, en su bello libro Mariposas de papel.