Este relato corto de Charles Chaplin, Ritmo, lo escribió el gran humorista y cineasta en 1938, en vísperas de la segunda guerra mundial. Rhythm: a story of men in macabre
movement nos presenta la visualización mental que el cineasta trasladó al papel como testimonio de la ejecución de un humorista español [¿se sabe quién fue?]. Preocupado como estaba por
los derroteros que en Europa iban tomando los acontecimientos bélicos, escribió este texto que cobra honda significación porque un año más tarde comenzó a rodar su genial alegato pacifista,
titulado El gran dictador. Existen por ahí muchísimas versiones y traducciones de este relato corto, pero todas en sustancia guardan el espíritu de denuncia que anida en sus sencillas y
lacónica expresiones. Ritmo hace alusión también, desde mi punto de vista, a esa condición humana, grupal, cuando se llega a obedecer rítmicamente las órdenes de quien ostenta poder, sin
pestañear o, lo que es lo mismo, sin analizarlas o poner en entredicho. Porque en el grupo, el individuo, la persona, desaparece. Al margen del miedo a la represión y el castigo, ¿tendrá su raíz
en algún atavismo infantil, en los juegos de infancia? ¿Qué muchacho no ha echado a correr cuando otro, erigido en jefe, dice con voz de mando al grupo: “a la de una, a la de dos y a la de tres”?
El ritmo, la inercia o el borreguismo grupal…
Ritmo, de Charles Chaplin [1889-1977]
Sólo el alba se movía en la quietud de ese pequeño patio de prisión española –alba premonitoria de muerte– mientras que el joven republicano se erguía frente a un pelotón de ejecución. Los preliminares habían concluido. El reducido grupo de autoridades se había ubicado a un costado para presenciar la ejecución en tanto la escena se inmovilizaba en un penoso silencio. Todos los rebeldes, del primero al último, conservaban la esperanza que el Estado Mayor ordenara suspender la ejecución. El condenado era un adversario de la causa, pero querido y popular en España. Un brillante humorista que, en gran medida, había sabido alegrar a sus compatriotas.
El oficial que mandaba el pelotón de ejecución lo conocía personalmente. Fueron amigos antes de la guerra civil. Juntos habían obtenido sus diplomas en la Universidad de Madrid. Juntos habían luchado por derrocar la monarquía y el poder de la Iglesia. Juntos habían brindado, noche a noche, acodados en las mesas de los cafés, riendo, bromeando y dedicando veladas enteras a discusiones de orden metafísico. Cada tanto, habían discutido las distintas formas de gobierno. Sus divergencias, en aquel, entonces, eran amistosas, mas finalmente habían provocado la desgracia y la conmoción de España toda, llevando al amigo ante un pelotón de ejecución.
Pero ¿para qué evocar el pasado? ¿Para qué razonar? A partir de la guerra civil ¿para qué servía el razonamiento? En el silencio del patio de la prisión, todas esas preguntas se precipitaban, febriles, en la mente del oficial. No. Hay que hacer tabla rasa con el pasado. Sólo el porvenir cuenta. ¿El porvenir? Un mundo que le privaría de muchos viejos amigos. Por primera vez desde la guerra se reencontraban esa mañana. No habían intercambiado una sola palabra. Sí, una sonrisa mientras se preparaban para entrar al patio.
El alba trágica dibujaba rayas plateadas y rojas sobre el muro de la cárcel. Todo respiraba quietud, un reposo cuyo ritmo se unía a la calma del patio, un ritmo con palpitaciones mudas como las de un corazón. En ese silencio, la voz del oficial al mando del pelotón resonó contra los muros de la prisión: “¡En guardia!”. Ante la orden, seis subordinados empuñaron sus fusiles y se inmovilizaron. La unidad de movimiento fue seguida por una pausa durante la cual una segunda orden tendría que haberse dado. Sin embargo, en esa espera, algo sucedió que trastocó la continuidad de los acontecimientos. El oficial se volvió hacia el prisionero. Esperaba oírlo hablar. No se escuchó palabra alguna. Volviéndose nuevamente hacia sus hombres, se aprestaba a dar la orden siguiente cuando una repentina revuelta se apoderó de su espíritu, una amnesia psíquica que hizo del cerebro un espacio vacío. Perdido, permanecía mudo ante sus hombres. ¿Qué ocurría? La escena en el patio de la prisión no significaba nada. Sólo vio, objetivamente, un hombre, la espalda contra la pared, frente a otros seis hombres. Y aquéllos, a un costado, de aspecto idiota, semejantes a relojes cuyo tic-tac se hubiera detenido súbitamente. Nadie se movió... Nada tenía sentido. Algo había de anormal. Todo no era sino un sueño del cual el oficial debía evadirse. Confusamente le volvió la memoria poco a poco Cuánto hacía que estaba ahí? ¿Qué había pasado? ¡Ah sí! Había dado una orden.
Después del “¡En guardia!”, venía “¡Empuñen armas!”, luego ¿Cuál era la siguiente? “¡Apunten!” y finalmente “¡Fuego!”. Conservaba una vaga idea en su inconsciente. Con todo, las palabras por pronunciar parecían lejanas, vagas y ajenas a él. En la dificultad, gritó de manera incoherente, hizo una confusión de palabras sin sentido. Se sintió aliviado al ver a sus hombres presentar armas. El ritmo de ese movimiento reanimó el ritmo de su cerebro. Nuevamente gritó. Los hombres apuntaron. Durante la pausa siguiente, se oyeron pasos apresurados en el patio de la prisión. El oficial lo sabía: era el perdón. Volvió en sí enseguida.
-¡Deténganse!, aulló frenéticamente al pelotón de ejecución.
Seis hombres empuñaban, cada uno, su fusil. Seis hombres entrenados por el ritmo. Seis hombres, oyendo el grito: “¡Deténganse!”, hicieron fuego.
[Traducción: Emilio A. Stevanovitch]