© Alberto Omar Walls
Lo bello y lo monstruoso. ¿Quién puede creerse el paraíso oculto de la bestia cuando se rinde ante lo hermoso? Todo ser viviente arrastra una sombra que lo maldice de día para obligarlo a seguir sus dictados, mientras de noche se oculta entre los sueños: ahí, ¿quién puede discutirlo?, es la gran dueña. Quizá, lo monstruoso, nacido siempre del mundo de las pesadillas, se contradiga cuando se enamora de quien no se sabe poseedora de la Belleza divina.
Pero nadie es bello a secas. Porque la belleza existe solo al contrastarla con la fealdad, ese monstruo que a veces sueña en el lugar de la hermosura, que yace en todo inconsciente humano (recuérdese a Carl G. Jung). Así, lo bello transita en sueños astrales codeándose con los monstruos de la razón; y el producto terrible del desorden más inarmónico, el supuesto monstruo, se apropia sin saberlo de un corazón de oro donde, por instantes, podrá anidarle la inocencia.
Quizá, por eso, el Amor se sustente en un profundo sinsentido: deambular entre el odio y el enamoramiento más feraz, imitando un balancín infantil que jugara a ganar y perder a un tiempo, o a ser dios y demonio en dos caras opuestas del mismo cuerpo, a dejarse apresar y, luego, por siempre, inevitablemente, morir…
Ahí estará su venganza: desenmascarar la abyecta condición de la belleza a costa de su propia destrucción. No será otro su propósito, pues acaba entonces denunciando que la perfección es un sueño inalcanzable, y él, un juez esclavo que evidencia la suprema mentira.