Me gustan las rosas rojas. Las rojas tienen algo que me seducen. Pero deben ser olorosas, de piel limpia y suave, carnosas pero sin complicaciones, cambiantes según la luz y vívidas cuando están en el vacío de la noche.
Pero no soy de un color solamente, ni siquiera de una flor específica, ni planta, arbusto o árbol únicos. Aunque me gustan las rosas rojas también amo el sabor del sushi perfecto, acariciar las olas del mar cuando chocan contra las rocas, y gritar cerca del Teide..., aunque llevo mucho tiempo que no subo hasta allí, lo que no me impidió escribir una novela reciente de unos personajes que se quedan atrapados en su subsuelo bajo toneladas de nieve. A ver si algún editor se "conmueve" y la publica con todas las de la ley.
Unas rosas rojas siempre hablan de amor, estés o no enamorado. Sabemos los significados emocionales de los colores [véanse la p. 94 y ss. de mi novela La sombra y la tortuga], pero poco me importan cuando tengo cerca el goce exquisito de la perfección de una rosa.
¿Y han visto las menuditas margaritas que, atrevidas, se entrometen en medio de un macizo de hierbas? Son perfectas en su simplicidad y, desde ese don se arriesgan a competir con las rosas.
Por eso, hoy, quizá, me haga, para colocar en el búcaro de la mesa, junto al ventanal que mira hacia el mar, un hermoso ramo de rosas rojas entremezcladas con margaritas silvestres amarillas...