© Alberto Omar Walls
Conocí la vida de colegios mayores universitarios en Sevilla y, más tarde, en Madrid a comienzos de los años sesenta de mil novecientos (estudiando y haciendo mucho teatro). Luego, a finales de esa década e inicios de la siguiente, aquellos que mejor traté fueron los de la Universidad de La Laguna, el San Fernando, San Agustín, Santa María... Sé que esas residencias y colegios mayores de los sesenta y setenta en nada pudieron tener punto de conexión con la Institución Libre de Enseñanza, pero casi todos sus viejos colegiales y simpatizantes de esos años sabemos que la vida cultural universitaria pasaba, antes o después, por un colegio mayor. Ciertamente no todas fueron épocas conformistas y la tónica general de hacer cultura se mezclaba con el güisqui (marca saber nadar entre aguas y guardar la ropa politizada) con la elegancia poética del doble sentido. Residencias y colegios mayores de hoy son, al decir de algunos, lugar de paso barato para sentar posaderas en el estudio y a toda prisa acabar con tanto traga y vomita apuntes durante cuatro o cinco años. En esta época tan cargada de secretismos e hipocresías sociales no son necesarias las autoculpas (porque las pueden esgrimir en tu contra), pero un supuesto congreso crítico sobre la conciencia de ser universitario no le vendría nada mal al estudiantado medio (y antiguos alumnos).
Recordar lo que fue La Residencia en su momento quizá sirva para reflexionar sobre el eterno e inacabado debate sobre el tema de la educación. Claro está, los intereses de Estado en materia de educación fueron muy distintos antes y después del 1936. Nunca después de ese año ha sido posible experimentar en ningún campus y residencia española siquiera el placer de una aproximación al cúmulo de actividad cultural viva, y ciencia en ebullición, que significó durante veinticinco años la Residencia de Estudiantes y su Institución Libre de Enseñanza, dirigida por Alberto Jiménez Fraud y alentado por Francisco Giner de los Ríos (de encubierta homosexualidad, a pesar de contar la Resi con asiduos estudiantes y artistas de declarado entendimiento o, como lo diría Lorca, epénticos).
Ese cuarto de siglo de vanguardia que a través de la educación unía este país con Europa, no podía pretender en el fondo otras cosas distintas que lo que buscará conseguir cualquier universidad, y que sin duda son: alcanzar presupuestos suficientes, conjugar la docencia con la investigación, acabar con los provincianismos involucionistas, casar aulas y poderes sociales, pacificar guerras o desaciertos de la legislación educativa, y acabar para siempre con enseñanzas masificadas, administración corporativizada y la distancia entre alumno y profesor a base del tutelaje directo... Claro está, no nos valen ahora estos tiempos de mascarillas y clases on line (aunque hayan llegado, como los truenos y relámpagos en medio de tormentas, quizá para quedarse, unas y otras). Sabemos que es cuestión de paciencia...
Con la Resi (así la llamó Julio Caro Baroja, el docto sobrino del autor del Árbol de la ciencia, testimoniadora de una sociedad envilecida) se pretendió crear un cuerpo de élite intelectual que influyera positivamente en los destinos de la sociedad. Claro, ya todo el pasado es historia, pero hay que reconocer que ese cuerpo fue arrancado, roto en pedazos, y todos y cada uno de sus miembros fueron lanzados a las cuatro esquinas del globo terráqueo, cuando no masacrados (aunque de ambas partes hubo lo suyo). Sabemos que el exilio de los asiduos asistentes de la Residencia (no solo los epénticos), sería la sementera universal que este país aventó más allá de sus fronteras. Poco se recuperó andando el tiempo. Ni siquiera nosotros lo hicimos con don Blas Cabrera. Solo conocí una tarde de 1971, en Madrid, a don Max Aub (gran escritor de abultada obra e ingente valor, al estilo de los del diecinueve, aunque solo le había leído algo de su teatro) quien nos recordó la célebre frase de Arquímides y su palanca de "dadme un punto de apoyo y moveré el mundo", cuando nos dijo impulsado por el espejismo de nuestra juventud de abierto intelecto: ¡dadme diez jóvenes como vosotros y moveré el mundo! Bendita añoranza de un gran intelectual que había dejado su fructífera juventud muy atrás...
La Residencia de Estudiantes fue uno de los ensayos más interesantes que se ha podido producir en España tanto en la docencia universitaria como en la cultura. Al parecer fue un trampolín universal para la vanguardia artística y científica. La música, el cine, la arquitectura, la poesía, el teatro, la historia, el pensamiento, o las ediciones, se organizaron alrededor de creadores o científicos, residentes y visitantes, de la talla de Le Corbusier, Marie Curie, Albert Einstein, Machado, Moreno Villa, Buñuel, Dalí, Juan Ramón Jiménez (quien, al parecer, bautizó el lugar con el nombre Colina de los chopos), Paul Valery, G.Wells, Chesterton, Berson, Claudel, Pedro Salinas, Jean Piaget, Ortega y Gasset, Valle-Inclán, Marinetti, Onís, Ravel, Falla, Strawinsky, Lorca (quien le quitó al instante la palabra, para siempre, al genial Buñuel cuando este le preguntó abiertamente: ¿tú no serás maricón, verdad?)... Acabaré estas sucintas reflexiones, necesarias hoy día, sobre la enseñanza con unas palabras de don Antonio Machado, quien dejó dicho en su autobiografía lo siguiente: Mis recuerdos de la ciudad natal son todos infantiles, porque a los ocho años pasé a Madrid, adonde mis padres se trasladaron, y me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud. Hermoso y raro testimonio sobre un estilo y vocación docentes. Unidad y diversidad es el único destino de ser universitario. Como el deslumbrante y divino de ser poeta en palabras de Novalis: El verdadero poeta es omnisciente; es un verdadero universo en pequeño.