Las voces de Fernando Delgado a tenor de su libro

 

De la radio a las letras (Memorias de infancia y juventud)[1]

 

                                                                      por Alberto Omar Walls

 

            Aunque en este libro nombra muchos de sus libros en el proceso de creación desde la idea a la redacción final, no entraré en el currículum que resume el quién es quién, en la forma externa y rápida de la nómina literaria y social de Fernando, pero sí me fijaré unos minutos en su mundo interior, el quién fui, de dónde vine y a dónde me dirigí, en el proceso de vivir. Porque eso está en el contenido intimo de los capítulos y fascículos que componen este libro suyo que hoy presentamos, De la radio a las letras (Memorias de infancia y juventud), y que está distribuido en nueve capítulos, treinta y nueve apartados y un largo epílogo que contiene excelentes homenajes de amistad y admiración a muchas seres que ya partieron, desde el gran poeta Vicente Aleixandre hasta el maravilloso Francisco Brines.

            Abordaré sobre todo lo que me ha inspirado la parte referida a la niñez y dejo para mis dos queridos y admirados amigos, y compañeros hoy de mesa (Julio y Juan), aquellos otros aspectos que el autor aborda desde una visión más comprometida con la mirada adulta, desde la radio y el querido catedrático de la universidad de la calle, el autodidacta Pérez Minik, por ejemplo, hasta Marichal, el docente visionario, y los abundantes y exquisitos epílogos que componen un hermoso ramillete de dedicatorias de despedida...

            Muchas de las historias que aquí cuenta me son reconocibles y familiares, pero el poder asomarme al Santa Cruz de hace más de sesenta años a través de su mirada de la memoria, a veces irónica o crítica, y tantísimas veces cuajada de ternura, tiene un aliciente que solo la gran memoria de Fernando nos puede devolver.

Yo, que me siento un gran desmemoriado, y que a veces me tengo que inventar los pasados propios y ajenos, leyéndolo a él se me aparece el lejano tiempo como muy cercano, a toque de mano, como cuando de niño jugabas con un catalejo volviéndolo del revés para así creerte que acercabas hacia ti el futuro que estaba a tanta distancia; en mi caso, una realidad inalcanzable por eso la mitificaba. Pero él, Fernando, la dota de actualidad nombrándola en conjunto como las cosas son y fueron, sin mucho barniz..., aunque, por otra parte no se le oculta, como bien dice que cuando hablamos del niño que hemos sido, casi siempre nos lo inventamos. Aunque presiento que esa realidad lejana, infantil, aquí está, en el libro, poniéndolo todo muy cerquita, sin mixtificación, con veracidad, sin falsificarse...

            Si los años se pudieran contar por metros, los recuerdos narrados con sutil maestría por Fernando, y en muchos casos reincidiendo en ellos de manera meticulosa, se nos acercan al oído mismo, como si su autor nos los estuviera contando con su inconfundible y maravillosa voz a dos palmos, en la intimidad de un confesonario. Porque este libro va de muchas confesiones, también de múltiples certidumbres, abundantes testimonios, bastantes y muy juiciosas críticas, pero de sosegados y sentidos homenajes...

            Oímos en el libro, a través de la voz adulta, al niño que estuvo siempre presente, aprendiendo a cualquier hora del día, quizá incordiando a veces, pero esponjándose al máximo del universo de las personas que lo rodeaban y amaban. Y, conociéndolo, sabemos que con su mirada penetrante  ya indagaba otros caminos más lejanos donde su amplitud de miras hallarían acomodo y realización, aunque solo fuera, en un comienzo, andando a pie la calle del barrio de la infancia.

            No es una sola voz la que cuenta, aunque lo pareciera, sino que a veces imaginas a dos voces que se intercambian y dialogan entre sí, la del niño que estuvo ávido de beberse el mundo (y que habita en el interior del adulto), y la del setentón sabio, decepcionado o descreído, quien narra tanto para testimoniar las realidades que experimentó como para exorcizarse liberando vacíos y oscuridades (o para perdonar, perdonarse y, ya en paz consigo mismo, dejar ir para siempre el pasado...).

            Nuestra acortada y fragmentada geografía insular es el medio en el que proyectamos nuestras ilusiones y esperanzas, pero hay una geografía más diminuta aún donde se fraguan los primeros aprendizajes y desde donde se proponen los horizontes nuevos: se trata del barrio. En su caso, en el amplio barrio del Cabo (con las misma fiestas de San Telmo que vivió mi madre en su niñez treinta años atrás que él). Creo en el barrio como sustancia de un contenido espiritual y creativo para el adulto. El barrio interior es fuente de creación del futuro escritor. El barrio es un territorio en el alma. La raíz de toda creación está en la niñez y en los elementos que la sustentaron en su momento. Claro está, la niñez se nos fabrica con cientos de retazos de otras vidas con las que nos relacionamos, con las que entran tanto las admoniciones y sopapos de los mayores, como sus caricias y amores...

            Porque un niño es una marmita donde se cuecen los elementos que conforman al adulto futuro, aunque el adulto esté ya contenido, como una semilla, en el niño. El niño tiene la mirada de un caleidoscopio o múltiple como la de una mosca, porque todas las experiencias se le adentran hasta lo más hondo por muchas esquinas, planos, vértices de su personita atenta, receptiva, esponjosa. Lo recibe todo y luego, sin contemplaciones, lo cuece en su propio barro con el fuego de sus emociones, pensamientos, sentimientos y conflictos... Junto con las sonrisas y cachetones, le entran sin pedir permiso las nanas cantadas al anochecer, los cuentos viejos de misterio y de hadas en el teatrillo del barrio o el prosparque, los olores de las cocinas mezclándose las especias con el café y las voces quejosas o frustradas de las vecinas, la leña, o el carbón y petróleo, ¡todo el gran paisaje humano irrecuperable!... ¡Qué gran misterio es la conciencia humana, hecha de tantas emociones, sensaciones, pensamientos y deseos, que van conformando un conjunto que se proyecta en forma de la personalidad de cada uno y, aunque tengamos elementos y fórmulas de aprendizaje comunes, cada ser humano será único e intransferible. Desde esa perspectiva, Fernando no solo es único en el pequeño detalle de frotarse las manos o apoyarse en tu hombro más bajito que el suyo para hablarte al oído, sino en la especial manera de escribir (confesar) sobre su pasado y aplacar los deseos..., es decir en reconstruir la vida a través de la memoria. Porque Somos hijos de la memoria, escribe el autor...y añade, Y claro que la memoria no es exacta, ofrece sus juegos, pero eso mismo hace más ricas nuestras vidas.

            Y qué bien estructurado está el libro de tantas memorias, porque en las primeras partes nos contará la voz del Fernando niño que conocerá primero su calle del barrio, con sus posibles acechanzas y horas de tregua, donde el juego y la convivencia con los amigos es posible y necesaria (sea en la calle o en las azoteas); y cuando conozca el barrio completo, será toda una excursión al universo abierto. Cuando el niño isleño, ya adulto, viaje para conocer allá del mar otros territorios y culturas, estará reconociendo en su interior la carnadura de que se conforma un isleño, y seguro que ese primer día se le prenderá en la mirada una añoranza que quizá pronto olvide, pero que puede que alguna vez futura renazca y realimente.

Como cuando el adulto, ya distanciado intelectualmente, pero metido hasta el tuétano en los juegos de las memorias, testimonios y sensaciones, convoque (advoque) al niño que vio el Teide por primera vez desde un médano, en la orilla parda del sur de su isla..., y ahí, ante ese espectáculo natural, imponente, dirá la voz del adulto: para el niño que era, ya con la altura el misterio se bastaba, y con preguntar al abuelo sobre lo difícil que sería llegar a aquel dominio le sobrara tarea al precoz indagador de lejanía... El pico del Teide desde el que se podía ver el mundo entero (diría el lejano abuelo en el tiempo); pero el meticuloso observador de paradojas, el adulto que reflexiona, sentenciará con cierta ironía, al final de visionar en la moviola las imágenes de infancia que una cosa es mirar al mundo desde el Teide y otra distinta ver el Teide desde el mundo... Ironía y sarcasmo (o crítica social) que se mantendrán como leitmotiv en algunas observaciones bien calibradas, a lo largo del libro.

            Pero se ama lo que se conoce, aunque también las ilusiones y esperanzas nos ayuden a dar el salto hacia lo desconocido y atraerlo hacia nosotros con la fuerza del amor. Se nota que sabe a ciencia cierta el autor que el amor es la vibración de la energía que subyace en el corazón, y también lo es la certidumbre y la voluntad, los dones y la creencia en los proyectos, ¡y tantas otras cosas del humano, que Fernando maneja a lo largo del libro con maestría y hondura, con sabiduría!

            A fuerza de querer sintetizar al máximo lo que lo define, además de su aguzada mirada que todo lo taladra, Fernando es la voz. Timbre y calidad de su voz en lo cercano y lejano, en el amor, la amistad y hasta en los informativos; en la denuncia y las críticas, y en las amonestaciones, en las prédicas humorísticas y en las ironías y sarcasmos, o en las advertencias y denuncias sociales... Cuando leía el libro, me parecía estarle oyendo su magnífica voz como si tuviera puestos unos auriculares pegados a los oídos.

¡Es único e irrepetible Fernando en el análisis de su época y del pequeño territorio de las calles del barrio! ¡Mi propio barrio donde nací cuatro años antes que él y que no rememoro con tanta claridad cinematográfica, aunque me guste tanto el cine!

 Cuando leemos algunos textos del libro, de la parte específica de la añoranza infantil, al punto salta, que nos sorprende, con una observación distanciada, crítica, y creo que porque así se equilibra la balanza del sentimiento añorante; y dice, por ejemplo: A los niños (muy callejeros entonces, deteníamos el juego en la calzada para que pasaran los coche) nos prohibían toda incursión, fuera cual fuera el pretexto, en el puterío, en aquellas calles por las que transitaban chulos y marineros, golfantes y señoritos de la época y entraban en tratos con las mujeres que se apostaban en las puertas de los prostíbulos o de los bares y se acomodaban en las barras de éstos para sucumbir luego a la lujuria comercial.

            Y va desde los gorgoritos a los primeros carnavales, las cruces de mayo, o el juego de los boliches en la calle que durante tiempo la gente la siguió llamando Santa Isabel (no Carmen Monteverde)…, a los entierros infantiles (cortejo fúnebre con un niño muerto, blanco el pequeño ataúd, blanco el coche fúnebre con sus plumachos blancos); o las muchas historias inventadas, construidas para que lo quisieran, aunque el resultado fuera contrario al esperado...; o también los primeros encuentros con las lecturas, no solo los periódicos o diarios de la abuela, sino los libros que pudo devorar en la biblioteca que se hallaba detrás del camarín de la Inmaculada; la parroquia de los jesuitas que fraguaban tantas enseñanzas y aprendizajes..., que También me introdujeron en la ética y la política, quizá sin saberlo, y los primeros manuales de justicia social leí allí.

            ¡Y es asombroso, que aún pueda acordarse del frescor del patio de la casa cuando lo atravesaba gateando, en medio de helechas de a metro y begonias, varas de san José, anturios o las clavellinas que su amada abuela regaba muy tempranito... O de sus primerísimos juegos con las guaguas rojas y azules, pregonando los itinerarios de las paradas y barrios..., y la frustración por no poder conseguir un hermoso camión de madera… lo que le llevaría a decir que quería ser mecánico de mayor..., aunque los mayores pensaran, no sin cierta razón, que iría para cura, dada su afición tanto a dar sus tempranos sermones como a organizar suntuosas procesiones... ¡Es para partirse de risa, imaginar a aquel menudo muchacho, que crecería muy pronto, bautizándoles las muñecas a las primas y amiguitas, haciendo él de párroco, por gusto expreso del ritual que cualquier acto religioso exigía!... Como constata la voz del adulto: A otros les daba por la parafernalia militar y pensándolo bien, no sé cuál de las dos fue más peligrosa. Seguramente la militar, porque el gusto por la religiosa lo sigo conservando y resulta compatible en su irracionalidad, como le resultó compatible a Federico García Lorca, sin que produzca aún ahora en mi personalidad serias perturbaciones. Y no quedaba ahí la cosa, pudo sermonear imitando a los oradores de entonces, elevado en una silla a modo de púlpito ante el mismísimo don Domingo Pérez Cáceres, obispo muy querido por el pueblo tinerfeño por su bondad y humildad. No es ajeno al humor, nuestro Fernando, aunque a veces lo enmascare, repito, desde la ironía o el sarcasmo. Pero hoy día es tajante ante una pregunta que le hiciera un periodista no hace mucho al hilo de presentar su novela Todo lo que necesita ser dicho:

¿Sigues creyendo en Dios? (le preguntaron) ¿Por qué hablar ahora de la doble moral de la Iglesia católica? Y respondió nuestro autor: No, hoy no. Respeto los textos bíblicos y me gustan mucho. Para mí Jesucristo fue un personaje verdaderamente extraordinario pero no tengo ningún ánimo de pertenencia a una institución como la Iglesia católica. Ya es imposible que me haga gracia. Si quieres, yo tengo mi propia iglesia. Aunque no creo en Dios, lo encuentro a ratos, es una cosa rara...

            De ese niño que dejó de creer en una fe de iglesia, pero que seguro conserva en su corazón un sentido cuasi místico de la existencia, por encima de moralinas castradoras e hipócritas, tierno y amante y respetuoso con el que sufre persecución y maltrato o intolerancia por sus ideas o sexualidad, entre otras muchísimas cosas más, va este magnífico libro de memorias. Bienvenido sea…           

                                                                      

           

 

 

 

 

 



[1] Era lunes y estuvimos con Fernando, Olguita Bencomo y yo hablando largamente en un hotel de Santa Cruz. Luego vendría su sobrino Álvaro con su pareja y nos fuimos a cenar pescado a San Andrés (su plato preferido: morenas fritas). No pudimos presentar el libro en el Círculo de Amistad porque en Canarias todo se había descalabrado desde el sábado anterior por una tormenta. Después de ese día, no lo volví a ver más. Aunque hablamos algunas veces, algo del whasapp, su llamada para agradecerme el texto aunque no lo había leído en la presentación, que no se pudo hacer, y para de contar… Por eso me impactó tanto cuando me enteré de que se había ido. Y porque no quiero dejar pasar más tiempo o porque deseo dejar testimonio del cariño profundo que le debía a mi amigo Fernando, por eso, hoy, doy a la lectura pública su contenido.

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