Aquí les dejo el enlace a la campaña de Crowdfunding, que abre BunkerBooks, para la edición de mi nueva novela NARRADOR DE SOMBRAS. Libro que hace el número 44 de mis títulos publicados hasta ahora. Muchas gracias por la participación y colaboración en este proyecto y por darle visibilidad entre sus allegados y amistades. Un fuerte abrazo amigo@s por vuestra colaboración de preventa:
https://www.lanzanos.com/bunkerbooks/proyectos/narrador-de-sombras/
De la radio a las letras (Memorias de infancia y juventud)[1]
por Alberto Omar Walls
Aunque en este libro nombra muchos de sus libros en el proceso de creación desde la idea a la redacción final, no entraré en el currículum que resume el quién es quién, en la forma externa y rápida de la nómina literaria y social de Fernando, pero sí me fijaré unos minutos en su mundo interior, el quién fui, de dónde vine y a dónde me dirigí, en el proceso de vivir. Porque eso está en el contenido intimo de los capítulos y fascículos que componen este libro suyo que hoy presentamos, De la radio a las letras (Memorias de infancia y juventud), y que está distribuido en nueve capítulos, treinta y nueve apartados y un largo epílogo que contiene excelentes homenajes de amistad y admiración a muchas seres que ya partieron, desde el gran poeta Vicente Aleixandre hasta el maravilloso Francisco Brines.
Abordaré sobre todo lo que me ha inspirado la parte referida a la niñez y dejo para mis dos queridos y admirados amigos, y compañeros hoy de mesa (Julio y Juan), aquellos otros aspectos que el autor aborda desde una visión más comprometida con la mirada adulta, desde la radio y el querido catedrático de la universidad de la calle, el autodidacta Pérez Minik, por ejemplo, hasta Marichal, el docente visionario, y los abundantes y exquisitos epílogos que componen un hermoso ramillete de dedicatorias de despedida...
Muchas de las historias que aquí cuenta me son reconocibles y familiares, pero el poder asomarme al Santa Cruz de hace más de sesenta años a través de su mirada de la memoria, a veces irónica o crítica, y tantísimas veces cuajada de ternura, tiene un aliciente que solo la gran memoria de Fernando nos puede devolver.
Yo, que me siento un gran desmemoriado, y que a veces me tengo que inventar los pasados propios y ajenos, leyéndolo a él se me aparece el lejano tiempo como muy cercano, a toque de mano, como cuando de niño jugabas con un catalejo volviéndolo del revés para así creerte que acercabas hacia ti el futuro que estaba a tanta distancia; en mi caso, una realidad inalcanzable por eso la mitificaba. Pero él, Fernando, la dota de actualidad nombrándola en conjunto como las cosas son y fueron, sin mucho barniz..., aunque, por otra parte no se le oculta, como bien dice que cuando hablamos del niño que hemos sido, casi siempre nos lo inventamos. Aunque presiento que esa realidad lejana, infantil, aquí está, en el libro, poniéndolo todo muy cerquita, sin mixtificación, con veracidad, sin falsificarse...
Si los años se pudieran contar por metros, los recuerdos narrados con sutil maestría por Fernando, y en muchos casos reincidiendo en ellos de manera meticulosa, se nos acercan al oído mismo, como si su autor nos los estuviera contando con su inconfundible y maravillosa voz a dos palmos, en la intimidad de un confesonario. Porque este libro va de muchas confesiones, también de múltiples certidumbres, abundantes testimonios, bastantes y muy juiciosas críticas, pero de sosegados y sentidos homenajes...
Oímos en el libro, a través de la voz adulta, al niño que estuvo siempre presente, aprendiendo a cualquier hora del día, quizá incordiando a veces, pero esponjándose al máximo del universo de las personas que lo rodeaban y amaban. Y, conociéndolo, sabemos que con su mirada penetrante ya indagaba otros caminos más lejanos donde su amplitud de miras hallarían acomodo y realización, aunque solo fuera, en un comienzo, andando a pie la calle del barrio de la infancia.
No es una sola voz la que cuenta, aunque lo pareciera, sino que a veces imaginas a dos voces que se intercambian y dialogan entre sí, la del niño que estuvo ávido de beberse el mundo (y que habita en el interior del adulto), y la del setentón sabio, decepcionado o descreído, quien narra tanto para testimoniar las realidades que experimentó como para exorcizarse liberando vacíos y oscuridades (o para perdonar, perdonarse y, ya en paz consigo mismo, dejar ir para siempre el pasado...).
Nuestra acortada y fragmentada geografía insular es el medio en el que proyectamos nuestras ilusiones y esperanzas, pero hay una geografía más diminuta aún donde se fraguan los primeros aprendizajes y desde donde se proponen los horizontes nuevos: se trata del barrio. En su caso, en el amplio barrio del Cabo (con las misma fiestas de San Telmo que vivió mi madre en su niñez treinta años atrás que él). Creo en el barrio como sustancia de un contenido espiritual y creativo para el adulto. El barrio interior es fuente de creación del futuro escritor. El barrio es un territorio en el alma. La raíz de toda creación está en la niñez y en los elementos que la sustentaron en su momento. Claro está, la niñez se nos fabrica con cientos de retazos de otras vidas con las que nos relacionamos, con las que entran tanto las admoniciones y sopapos de los mayores, como sus caricias y amores...
Porque un niño es una marmita donde se cuecen los elementos que conforman al adulto futuro, aunque el adulto esté ya contenido, como una semilla, en el niño. El niño tiene la mirada de un caleidoscopio o múltiple como la de una mosca, porque todas las experiencias se le adentran hasta lo más hondo por muchas esquinas, planos, vértices de su personita atenta, receptiva, esponjosa. Lo recibe todo y luego, sin contemplaciones, lo cuece en su propio barro con el fuego de sus emociones, pensamientos, sentimientos y conflictos... Junto con las sonrisas y cachetones, le entran sin pedir permiso las nanas cantadas al anochecer, los cuentos viejos de misterio y de hadas en el teatrillo del barrio o el prosparque, los olores de las cocinas mezclándose las especias con el café y las voces quejosas o frustradas de las vecinas, la leña, o el carbón y petróleo, ¡todo el gran paisaje humano irrecuperable!... ¡Qué gran misterio es la conciencia humana, hecha de tantas emociones, sensaciones, pensamientos y deseos, que van conformando un conjunto que se proyecta en forma de la personalidad de cada uno y, aunque tengamos elementos y fórmulas de aprendizaje comunes, cada ser humano será único e intransferible. Desde esa perspectiva, Fernando no solo es único en el pequeño detalle de frotarse las manos o apoyarse en tu hombro más bajito que el suyo para hablarte al oído, sino en la especial manera de escribir (confesar) sobre su pasado y aplacar los deseos..., es decir en reconstruir la vida a través de la memoria. Porque Somos hijos de la memoria, escribe el autor...y añade, Y claro que la memoria no es exacta, ofrece sus juegos, pero eso mismo hace más ricas nuestras vidas.
Y qué bien estructurado está el libro de tantas memorias, porque en las primeras partes nos contará la voz del Fernando niño que conocerá primero su calle del barrio, con sus posibles acechanzas y horas de tregua, donde el juego y la convivencia con los amigos es posible y necesaria (sea en la calle o en las azoteas); y cuando conozca el barrio completo, será toda una excursión al universo abierto. Cuando el niño isleño, ya adulto, viaje para conocer allá del mar otros territorios y culturas, estará reconociendo en su interior la carnadura de que se conforma un isleño, y seguro que ese primer día se le prenderá en la mirada una añoranza que quizá pronto olvide, pero que puede que alguna vez futura renazca y realimente.
Como cuando el adulto, ya distanciado intelectualmente, pero metido hasta el tuétano en los juegos de las memorias, testimonios y sensaciones, convoque (advoque) al niño que vio el Teide por primera vez desde un médano, en la orilla parda del sur de su isla..., y ahí, ante ese espectáculo natural, imponente, dirá la voz del adulto: para el niño que era, ya con la altura el misterio se bastaba, y con preguntar al abuelo sobre lo difícil que sería llegar a aquel dominio le sobrara tarea al precoz indagador de lejanía... El pico del Teide desde el que se podía ver el mundo entero (diría el lejano abuelo en el tiempo); pero el meticuloso observador de paradojas, el adulto que reflexiona, sentenciará con cierta ironía, al final de visionar en la moviola las imágenes de infancia que una cosa es mirar al mundo desde el Teide y otra distinta ver el Teide desde el mundo... Ironía y sarcasmo (o crítica social) que se mantendrán como leitmotiv en algunas observaciones bien calibradas, a lo largo del libro.
Pero se ama lo que se conoce, aunque también las ilusiones y esperanzas nos ayuden a dar el salto hacia lo desconocido y atraerlo hacia nosotros con la fuerza del amor. Se nota que sabe a ciencia cierta el autor que el amor es la vibración de la energía que subyace en el corazón, y también lo es la certidumbre y la voluntad, los dones y la creencia en los proyectos, ¡y tantas otras cosas del humano, que Fernando maneja a lo largo del libro con maestría y hondura, con sabiduría!
A fuerza de querer sintetizar al máximo lo que lo define, además de su aguzada mirada que todo lo taladra, Fernando es la voz. Timbre y calidad de su voz en lo cercano y lejano, en el amor, la amistad y hasta en los informativos; en la denuncia y las críticas, y en las amonestaciones, en las prédicas humorísticas y en las ironías y sarcasmos, o en las advertencias y denuncias sociales... Cuando leía el libro, me parecía estarle oyendo su magnífica voz como si tuviera puestos unos auriculares pegados a los oídos.
¡Es único e irrepetible Fernando en el análisis de su época y del pequeño territorio de las calles del barrio! ¡Mi propio barrio donde nací cuatro años antes que él y que no rememoro con tanta claridad cinematográfica, aunque me guste tanto el cine!
Cuando leemos algunos textos del libro, de la parte específica de la añoranza infantil, al punto salta, que nos sorprende, con una observación distanciada, crítica, y creo que porque así se equilibra la balanza del sentimiento añorante; y dice, por ejemplo: A los niños (muy callejeros entonces, deteníamos el juego en la calzada para que pasaran los coche) nos prohibían toda incursión, fuera cual fuera el pretexto, en el puterío, en aquellas calles por las que transitaban chulos y marineros, golfantes y señoritos de la época y entraban en tratos con las mujeres que se apostaban en las puertas de los prostíbulos o de los bares y se acomodaban en las barras de éstos para sucumbir luego a la lujuria comercial.
Y va desde los gorgoritos a los primeros carnavales, las cruces de mayo, o el juego de los boliches en la calle que durante tiempo la gente la siguió llamando Santa Isabel (no Carmen Monteverde)…, a los entierros infantiles (cortejo fúnebre con un niño muerto, blanco el pequeño ataúd, blanco el coche fúnebre con sus plumachos blancos); o las muchas historias inventadas, construidas para que lo quisieran, aunque el resultado fuera contrario al esperado...; o también los primeros encuentros con las lecturas, no solo los periódicos o diarios de la abuela, sino los libros que pudo devorar en la biblioteca que se hallaba detrás del camarín de la Inmaculada; la parroquia de los jesuitas que fraguaban tantas enseñanzas y aprendizajes..., que También me introdujeron en la ética y la política, quizá sin saberlo, y los primeros manuales de justicia social leí allí.
¡Y es asombroso, que aún pueda acordarse del frescor del patio de la casa cuando lo atravesaba gateando, en medio de helechas de a metro y begonias, varas de san José, anturios o las clavellinas que su amada abuela regaba muy tempranito... O de sus primerísimos juegos con las guaguas rojas y azules, pregonando los itinerarios de las paradas y barrios..., y la frustración por no poder conseguir un hermoso camión de madera… lo que le llevaría a decir que quería ser mecánico de mayor..., aunque los mayores pensaran, no sin cierta razón, que iría para cura, dada su afición tanto a dar sus tempranos sermones como a organizar suntuosas procesiones... ¡Es para partirse de risa, imaginar a aquel menudo muchacho, que crecería muy pronto, bautizándoles las muñecas a las primas y amiguitas, haciendo él de párroco, por gusto expreso del ritual que cualquier acto religioso exigía!... Como constata la voz del adulto: A otros les daba por la parafernalia militar y pensándolo bien, no sé cuál de las dos fue más peligrosa. Seguramente la militar, porque el gusto por la religiosa lo sigo conservando y resulta compatible en su irracionalidad, como le resultó compatible a Federico García Lorca, sin que produzca aún ahora en mi personalidad serias perturbaciones. Y no quedaba ahí la cosa, pudo sermonear imitando a los oradores de entonces, elevado en una silla a modo de púlpito ante el mismísimo don Domingo Pérez Cáceres, obispo muy querido por el pueblo tinerfeño por su bondad y humildad. No es ajeno al humor, nuestro Fernando, aunque a veces lo enmascare, repito, desde la ironía o el sarcasmo. Pero hoy día es tajante ante una pregunta que le hiciera un periodista no hace mucho al hilo de presentar su novela Todo lo que necesita ser dicho:
¿Sigues creyendo en Dios? (le preguntaron) ¿Por qué hablar ahora de la doble moral de la Iglesia católica? Y respondió nuestro autor: No, hoy no. Respeto los textos bíblicos y me gustan mucho. Para mí Jesucristo fue un personaje verdaderamente extraordinario pero no tengo ningún ánimo de pertenencia a una institución como la Iglesia católica. Ya es imposible que me haga gracia. Si quieres, yo tengo mi propia iglesia. Aunque no creo en Dios, lo encuentro a ratos, es una cosa rara...
De ese niño que dejó de creer en una fe de iglesia, pero que seguro conserva en su corazón un sentido cuasi místico de la existencia, por encima de moralinas castradoras e hipócritas, tierno y amante y respetuoso con el que sufre persecución y maltrato o intolerancia por sus ideas o sexualidad, entre otras muchísimas cosas más, va este magnífico libro de memorias. Bienvenido sea…
[1] Era lunes y estuvimos con Fernando, Olguita Bencomo y yo hablando largamente en un hotel de Santa Cruz. Luego vendría su sobrino Álvaro con su pareja y nos fuimos a cenar pescado a San Andrés (su plato preferido: morenas fritas). No pudimos presentar el libro en el Círculo de Amistad porque en Canarias todo se había descalabrado desde el sábado anterior por una tormenta. Después de ese día, no lo volví a ver más. Aunque hablamos algunas veces, algo del whasapp, su llamada para agradecerme el texto aunque no lo había leído en la presentación, que no se pudo hacer, y para de contar… Por eso me impactó tanto cuando me enteré de que se había ido. Y porque no quiero dejar pasar más tiempo o porque deseo dejar testimonio del cariño profundo que le debía a mi amigo Fernando, por eso, hoy, doy a la lectura pública su contenido.
Por Álvaro Santana Acuña
En pleno corazón de la ciudad, la dulcería La Catedral abrió en La Laguna, Tenerife, en 1914 y, durante ciento diez años, por sus puertas salía a la calle el aroma goloso y azucarado de la felicidad hecha dulce. Atraídos por ese aroma y por una tradición regalada de padres a hijos, La Catedral ha endulzado a niños y a adultos con los sabores de toda una vida.
Los dulces de La Catedral siempre habían estado a la venta y creíamos que así sería siempre, porque este negocio familiar sobrevivió a dos guerras mundiales, una guerra civil, una larga dictadura, el tránsito a la democracia, varias crisis económicas y hasta la pandemia de la COVID. Pero La Catedral cierra en 2024, y no lo hace porque sus productos no se vendan.
Sigue siendo una dulcería con éxito. Desde que era niño hasta este año, he sufrido muchos fines de semana, festivos y Navidades en que entraba a la dulcería y me decían que no les quedaba por vender ningún “lagunero”, el famoso pastelito que, según la tradición, nació en esta dulcería y que hoy es un dulce único, patrimonio culinario de la ciudad.
La dulcería La Catedral resistió a guerras y pestes pero no ha sobrevivido a que el centro histórico de La Laguna sea Patrimonio de la Humanidad.
Desde 1999, año en que la UNESCO dio a la ciudad esta distinción para proteger su patrimonio, el número de franquicias en el centro histórico se ha multiplicado por más de cinco. El precio del alquiler de locales comerciales ha crecido aún más rápido. Y a la vez han ido cerrando en cascada comercios tradicionales, varios de ellos centenarios, como la librería papelería Vera, la zapatería Godiño…
En ciudades audaces y comprometidas, se logra evitar que cierren los comercios locales históricos y exitosos que le dan una identidad a la ciudad. El ayuntamiento ofrece al comerciante una subvención o un préstamo sin intereses, se facilita el traspaso para que otra familia se encargue del negocio, los vecinos siguen comprando en ese necesario comercio de toda vida… En estas ciudades hay soluciones para impedir los cierres. Pero en La Laguna, no.
En el centro histórico lagunero, solo un puñado de vecinos y comerciantes valientes viven y trabajan ahí, luchando para que su ciudad no se convierta en un lugar cualquiera, sin identidad. Los políticos conocen desde hace años los graves problemas de vecinos y comerciantes. Los políticos también saben que los votos de los vecinos del centro ya no son decisivos para ganar las elecciones municipales. Así que el ayuntamiento ha dejado de preocuparse de verdad por los problemas de los laguneros del centro; simplemente los ha abandonado.
Ese centro histórico vaciado de vecinos y negocios locales, sin embargo, está cada vez más lleno de franquicias que venden productos sin personalidad, más atiborrado de tascas y bares y más repleto de turistas y de visitantes de la isla que se pasean por el centro unas horas y que participan en ruidosas actividades callejeras, como conciertos casi diarios o noches en blanco que tanto dañan la calidad de vida de los vecinos. A muchos de esos turistas y visitantes fugaces se los encuentra uno sentados en un bar cualquiera hablando de lo bonito que está el centro histórico, pero sin saber nada del drama que viven sus residentes y sus comercios tradicionales, por no mencionar el estado ruidoso de numerosos edificios patrimoniales protegidos por la UNESCO: desde el monumental Palacio de Nava hasta docenas de pequeñas casas terreras.
Desde hace veinte años, el ayuntamiento mal-gestiona el centro histórico mediante un documento llamado Plan Especial de Protección o PEP. Y desde hace veinte años, ese PEP, criticado hasta la saciedad por los vecinos, ha permitido destruir patrimonio protegido y expulsar del centro a residentes y comerciantes. Por eso, el triste cierre de la dulcería La Catedral no es un hecho aislado. Es otro ejemplo trágico más de que, sin una gestión participativa, transparente y ciudadana de su patrimonio, el centro histórico de La Laguna está abocado a desaparecer, porque está condenado a transformarse en un parque temático con unas pocas y maltratadas casas antiguas, frente a las cuales estarán las mesas y sillas para que se sienten a consumir los clientes de bares y franquicias.
La movilización ciudadana duradera es la mejor vía para salvaguardar el patrimonio que hace única a La Laguna, incluidos sus comercios históricos. De lo contrario, daremos un pasito más hacia la catástrofe. El local que la dulcería La Catedral alquiló durante más de cien años podría ser ocupado por otra tasca que ofrece en su carta la misma comida que la tasca de al lado o por otra franquicia que vende productos cualquiera importados desde Asia. Y para las historias que les contaremos a nuestros nietos quedará el recuerdo de que, en esa esquina mágica, hubo una vez hace muchos años una dulcería donde olía a felicidad y donde se comía un dulce único, el lagunero.
La Libertad es el mejor símbolo para definir el teatro: la libertad de pensamiento, la libertad de expresión, la deshinibición como fuente creativa y de expresión de la libertad individual. En fin, la Libertad con mayúsculas sea cuanto sea lo que se entienda por libertad. Segismundo, el personaje central de "La vida es sueño" de Pedro Calderón de la Barca, lo tenía bien claro, era poder actuar libremente sin estar sujeto y oculto en una cueva. Puede ser un símbolo de nuestra condición humana (como bien indicó Platón), pero también es la constatación evidente de que nos somos libres aún hoy día (sin tener que remontarnos al siglo XVII), y que estamos sujetos a las decisiones de otros, a los giros económicos y políticos, a la contingencia diaria de la incertidumbre moderna y a la manipulación social de quienes socialmente deciden por nosotros. Por eso, quiero dejar constancia de ese grito individual de Segismundo como un testimonio general en el que se reclama la sustancial y verdadera libertad.
De la radio a las letras (Memorias de infancia y juventud)[1]
por Alberto Omar Walls
Aunque en este libro nombra muchos de sus libros en el proceso de creación desde la idea a la redacción final, no entraré en el currículum que resume el quién es quién, en la forma externa y rápida de la nómina literaria y social de Fernando, pero sí me fijaré unos minutos en su mundo interior, el quién fui, de dónde vine y a dónde me dirigí, en el proceso de vivir. Porque eso está en el contenido intimo de los capítulos y fascículos que componen este libro suyo que hoy presentamos, De la radio a las letras (Memorias de infancia y juventud), y que está distribuido en nueve capítulos, treinta y nueve apartados y un largo epílogo que contiene excelentes homenajes de amistad y admiración a muchas seres que ya partieron, desde el gran poeta Vicente Aleixandre hasta el maravilloso Francisco Brines.
Abordaré sobre todo lo que me ha inspirado la parte referida a la niñez y dejo para mis dos queridos y admirados amigos, y compañeros hoy de mesa (Julio y Juan), aquellos otros aspectos que el autor aborda desde una visión más comprometida con la mirada adulta, desde la radio y el querido catedrático de la universidad de la calle, el autodidacta Pérez Minik, por ejemplo, hasta Marichal, el docente visionario, y los abundantes y exquisitos epílogos que componen un hermoso ramillete de dedicatorias de despedida...
Muchas de las historias que aquí cuenta me son reconocibles y familiares, pero el poder asomarme al Santa Cruz de hace más de sesenta años a través de su mirada de la memoria, a veces irónica o crítica, y tantísimas veces cuajada de ternura, tiene un aliciente que solo la gran memoria de Fernando nos puede devolver.
Yo, que me siento un gran desmemoriado, y que a veces me tengo que inventar los pasados propios y ajenos, leyéndolo a él se me aparece el lejano tiempo como muy cercano, a toque de mano, como cuando de niño jugabas con un catalejo volviéndolo del revés para así creerte que acercabas hacia ti el futuro que estaba a tanta distancia; en mi caso, una realidad inalcanzable por eso la mitificaba. Pero él, Fernando, la dota de actualidad nombrándola en conjunto como las cosas son y fueron, sin mucho barniz..., aunque, por otra parte no se le oculta, como bien dice que cuando hablamos del niño que hemos sido, casi siempre nos lo inventamos. Aunque presiento que esa realidad lejana, infantil, aquí está, en el libro, poniéndolo todo muy cerquita, sin mixtificación, con veracidad, sin falsificarse...
Si los años se pudieran contar por metros, los recuerdos narrados con sutil maestría por Fernando, y en muchos casos reincidiendo en ellos de manera meticulosa, se nos acercan al oído mismo, como si su autor nos los estuviera contando con su inconfundible y maravillosa voz a dos palmos, en la intimidad de un confesonario. Porque este libro va de muchas confesiones, también de múltiples certidumbres, abundantes testimonios, bastantes y muy juiciosas críticas, pero de sosegados y sentidos homenajes...
Oímos en el libro, a través de la voz adulta, al niño que estuvo siempre presente, aprendiendo a cualquier hora del día, quizá incordiando a veces, pero esponjándose al máximo del universo de las personas que lo rodeaban y amaban. Y, conociéndolo, sabemos que con su mirada penetrante ya indagaba otros caminos más lejanos donde su amplitud de miras hallarían acomodo y realización, aunque solo fuera, en un comienzo, andando a pie la calle del barrio de la infancia.
No es una sola voz la que cuenta, aunque lo pareciera, sino que a veces imaginas a dos voces que se intercambian y dialogan entre sí, la del niño que estuvo ávido de beberse el mundo (y que habita en el interior del adulto), y la del setentón sabio, decepcionado o descreído, quien narra tanto para testimoniar las realidades que experimentó como para exorcizarse liberando vacíos y oscuridades (o para perdonar, perdonarse y, ya en paz consigo mismo, dejar ir para siempre el pasado...).
Nuestra acortada y fragmentada geografía insular es el medio en el que proyectamos nuestras ilusiones y esperanzas, pero hay una geografía más diminuta aún donde se fraguan los primeros aprendizajes y desde donde se proponen los horizontes nuevos: se trata del barrio. En su caso, en el amplio barrio del Cabo (con las misma fiestas de San Telmo que vivió mi madre en su niñez treinta años atrás que él). Creo en el barrio como sustancia de un contenido espiritual y creativo para el adulto. El barrio interior es fuente de creación del futuro escritor. El barrio es un territorio en el alma. La raíz de toda creación está en la niñez y en los elementos que la sustentaron en su momento. Claro está, la niñez se nos fabrica con cientos de retazos de otras vidas con las que nos relacionamos, con las que entran tanto las admoniciones y sopapos de los mayores, como sus caricias y amores...
Porque un niño es una marmita donde se cuecen los elementos que conforman al adulto futuro, aunque el adulto esté ya contenido, como una semilla, en el niño. El niño tiene la mirada de un caleidoscopio o múltiple como la de una mosca, porque todas las experiencias se le adentran hasta lo más hondo por muchas esquinas, planos, vértices de su personita atenta, receptiva, esponjosa. Lo recibe todo y luego, sin contemplaciones, lo cuece en su propio barro con el fuego de sus emociones, pensamientos, sentimientos y conflictos... Junto con las sonrisas y cachetones, le entran sin pedir permiso las nanas cantadas al anochecer, los cuentos viejos de misterio y de hadas en el teatrillo del barrio o el prosparque, los olores de las cocinas mezclándose las especias con el café y las voces quejosas o frustradas de las vecinas, la leña, o el carbón y petróleo, ¡todo el gran paisaje humano irrecuperable!... ¡Qué gran misterio es la conciencia humana, hecha de tantas emociones, sensaciones, pensamientos y deseos, que van conformando un conjunto que se proyecta en forma de la personalidad de cada uno y, aunque tengamos elementos y fórmulas de aprendizaje comunes, cada ser humano será único e intransferible. Desde esa perspectiva, Fernando no solo es único en el pequeño detalle de frotarse las manos o apoyarse en tu hombro más bajito que el suyo para hablarte al oído, sino en la especial manera de escribir (confesar) sobre su pasado y aplacar los deseos..., es decir en reconstruir la vida a través de la memoria. Porque Somos hijos de la memoria, escribe el autor...y añade, Y claro que la memoria no es exacta, ofrece sus juegos, pero eso mismo hace más ricas nuestras vidas.
Y qué bien estructurado está el libro de tantas memorias, porque en las primeras partes nos contará la voz del Fernando niño que conocerá primero su calle del barrio, con sus posibles acechanzas y horas de tregua, donde el juego y la convivencia con los amigos es posible y necesaria (sea en la calle o en las azoteas); y cuando conozca el barrio completo, será toda una excursión al universo abierto. Cuando el niño isleño, ya adulto, viaje para conocer allá del mar otros territorios y culturas, estará reconociendo en su interior la carnadura de que se conforma un isleño, y seguro que ese primer día se le prenderá en la mirada una añoranza que quizá pronto olvide, pero que puede que alguna vez futura renazca y realimente.
Como cuando el adulto, ya distanciado intelectualmente, pero metido hasta el tuétano en los juegos de las memorias, testimonios y sensaciones, convoque (advoque) al niño que vio el Teide por primera vez desde un médano, en la orilla parda del sur de su isla..., y ahí, ante ese espectáculo natural, imponente, dirá la voz del adulto: para el niño que era, ya con la altura el misterio se bastaba, y con preguntar al abuelo sobre lo difícil que sería llegar a aquel dominio le sobrara tarea al precoz indagador de lejanía... El pico del Teide desde el que se podía ver el mundo entero (diría el lejano abuelo en el tiempo); pero el meticuloso observador de paradojas, el adulto que reflexiona, sentenciará con cierta ironía, al final de visionar en la moviola las imágenes de infancia que una cosa es mirar al mundo desde el Teide y otra distinta ver el Teide desde el mundo... Ironía y sarcasmo (o crítica social) que se mantendrán como leitmotiv en algunas observaciones bien calibradas, a lo largo del libro.
Pero se ama lo que se conoce, aunque también las ilusiones y esperanzas nos ayuden a dar el salto hacia lo desconocido y atraerlo hacia nosotros con la fuerza del amor. Se nota que sabe a ciencia cierta el autor que el amor es la vibración de la energía que subyace en el corazón, y también lo es la certidumbre y la voluntad, los dones y la creencia en los proyectos, ¡y tantas otras cosas del humano, que Fernando maneja a lo largo del libro con maestría y hondura, con sabiduría!
A fuerza de querer sintetizar al máximo lo que lo define, además de su aguzada mirada que todo lo taladra, Fernando es la voz. Timbre y calidad de su voz en lo cercano y lejano, en el amor, la amistad y hasta en los informativos; en la denuncia y las críticas, y en las amonestaciones, en las prédicas humorísticas y en las ironías y sarcasmos, o en las advertencias y denuncias sociales... Cuando leía el libro, me parecía estarle oyendo su magnífica voz como si tuviera puestos unos auriculares pegados a los oídos.
¡Es único e irrepetible Fernando en el análisis de su época y del pequeño territorio de las calles del barrio! ¡Mi propio barrio donde nací cuatro años antes que él y que no rememoro con tanta claridad cinematográfica, aunque me guste tanto el cine!
Cuando leemos algunos textos del libro, de la parte específica de la añoranza infantil, al punto salta, que nos sorprende, con una observación distanciada, crítica, y creo que porque así se equilibra la balanza del sentimiento añorante; y dice, por ejemplo: A los niños (muy callejeros entonces, deteníamos el juego en la calzada para que pasaran los coche) nos prohibían toda incursión, fuera cual fuera el pretexto, en el puterío, en aquellas calles por las que transitaban chulos y marineros, golfantes y señoritos de la época y entraban en tratos con las mujeres que se apostaban en las puertas de los prostíbulos o de los bares y se acomodaban en las barras de éstos para sucumbir luego a la lujuria comercial.
Y va desde los gorgoritos a los primeros carnavales, las cruces de mayo, o el juego de los boliches en la calle que durante tiempo la gente la siguió llamando Santa Isabel (no Carmen Monteverde)…, a los entierros infantiles (cortejo fúnebre con un niño muerto, blanco el pequeño ataúd, blanco el coche fúnebre con sus plumachos blancos); o las muchas historias inventadas, construidas para que lo quisieran, aunque el resultado fuera contrario al esperado...; o también los primeros encuentros con las lecturas, no solo los periódicos o diarios de la abuela, sino los libros que pudo devorar en la biblioteca que se hallaba detrás del camarín de la Inmaculada; la parroquia de los jesuitas que fraguaban tantas enseñanzas y aprendizajes..., que También me introdujeron en la ética y la política, quizá sin saberlo, y los primeros manuales de justicia social leí allí.
¡Y es asombroso, que aún pueda acordarse del frescor del patio de la casa cuando lo atravesaba gateando, en medio de helechas de a metro y begonias, varas de san José, anturios o las clavellinas que su amada abuela regaba muy tempranito... O de sus primerísimos juegos con las guaguas rojas y azules, pregonando los itinerarios de las paradas y barrios..., y la frustración por no poder conseguir un hermoso camión de madera… lo que le llevaría a decir que quería ser mecánico de mayor..., aunque los mayores pensaran, no sin cierta razón, que iría para cura, dada su afición tanto a dar sus tempranos sermones como a organizar suntuosas procesiones... ¡Es para partirse de risa, imaginar a aquel menudo muchacho, que crecería muy pronto, bautizándoles las muñecas a las primas y amiguitas, haciendo él de párroco, por gusto expreso del ritual que cualquier acto religioso exigía!... Como constata la voz del adulto: A otros les daba por la parafernalia militar y pensándolo bien, no sé cuál de las dos fue más peligrosa. Seguramente la militar, porque el gusto por la religiosa lo sigo conservando y resulta compatible en su irracionalidad, como le resultó compatible a Federico García Lorca, sin que produzca aún ahora en mi personalidad serias perturbaciones. Y no quedaba ahí la cosa, pudo sermonear imitando a los oradores de entonces, elevado en una silla a modo de púlpito ante el mismísimo don Domingo Pérez Cáceres, obispo muy querido por el pueblo tinerfeño por su bondad y humildad. No es ajeno al humor, nuestro Fernando, aunque a veces lo enmascare, repito, desde la ironía o el sarcasmo. Pero hoy día es tajante ante una pregunta que le hiciera un periodista no hace mucho al hilo de presentar su novela Todo lo que necesita ser dicho:
¿Sigues creyendo en Dios? (le preguntaron) ¿Por qué hablar ahora de la doble moral de la Iglesia católica? Y respondió nuestro autor: No, hoy no. Respeto los textos bíblicos y me gustan mucho. Para mí Jesucristo fue un personaje verdaderamente extraordinario pero no tengo ningún ánimo de pertenencia a una institución como la Iglesia católica. Ya es imposible que me haga gracia. Si quieres, yo tengo mi propia iglesia. Aunque no creo en Dios, lo encuentro a ratos, es una cosa rara...
De ese niño que dejó de creer en una fe de iglesia, pero que seguro conserva en su corazón un sentido cuasi místico de la existencia, por encima de moralinas castradoras e hipócritas, tierno y amante y respetuoso con el que sufre persecución y maltrato o intolerancia por sus ideas o sexualidad, entre otras muchísimas cosas más, va este magnífico libro de memorias. Bienvenido sea…
[1] Era lunes y estuvimos con Fernando, Olguita Bencomo y yo hablando largamente en un hotel de Santa Cruz. Luego vendría su sobrino Álvaro con su pareja y nos fuimos a cenar pescado a San Andrés (su plato preferido: morenas fritas). No pudimos presentar el libro en el Círculo de Amistad porque en Canarias todo se había descalabrado desde el sábado anterior por una tormenta. Después de ese día, no lo volví a ver más. Aunque hablamos algunas veces, algo del whasapp, su llamada para agradecerme el texto aunque no lo había leído en la presentación, que no se pudo hacer, y para de contar… Por eso me impactó tanto cuando me enteré de que se había ido. Y porque no quiero dejar pasar más tiempo o porque deseo dejar testimonio del cariño profundo que le debía a mi amigo Fernando, por eso, hoy, doy a la lectura pública su contenido.
Por Álvaro Santana Acuña
En pleno corazón de la ciudad, la dulcería La Catedral abrió en La Laguna, Tenerife, en 1914 y, durante ciento diez años, por sus puertas salía a la calle el aroma goloso y azucarado de la felicidad hecha dulce. Atraídos por ese aroma y por una tradición regalada de padres a hijos, La Catedral ha endulzado a niños y a adultos con los sabores de toda una vida.
Los dulces de La Catedral siempre habían estado a la venta y creíamos que así sería siempre, porque este negocio familiar sobrevivió a dos guerras mundiales, una guerra civil, una larga dictadura, el tránsito a la democracia, varias crisis económicas y hasta la pandemia de la COVID. Pero La Catedral cierra en 2024, y no lo hace porque sus productos no se vendan.
Sigue siendo una dulcería con éxito. Desde que era niño hasta este año, he sufrido muchos fines de semana, festivos y Navidades en que entraba a la dulcería y me decían que no les quedaba por vender ningún “lagunero”, el famoso pastelito que, según la tradición, nació en esta dulcería y que hoy es un dulce único, patrimonio culinario de la ciudad.
La dulcería La Catedral resistió a guerras y pestes pero no ha sobrevivido a que el centro histórico de La Laguna sea Patrimonio de la Humanidad.
Desde 1999, año en que la UNESCO dio a la ciudad esta distinción para proteger su patrimonio, el número de franquicias en el centro histórico se ha multiplicado por más de cinco. El precio del alquiler de locales comerciales ha crecido aún más rápido. Y a la vez han ido cerrando en cascada comercios tradicionales, varios de ellos centenarios, como la librería papelería Vera, la zapatería Godiño…
En ciudades audaces y comprometidas, se logra evitar que cierren los comercios locales históricos y exitosos que le dan una identidad a la ciudad. El ayuntamiento ofrece al comerciante una subvención o un préstamo sin intereses, se facilita el traspaso para que otra familia se encargue del negocio, los vecinos siguen comprando en ese necesario comercio de toda vida… En estas ciudades hay soluciones para impedir los cierres. Pero en La Laguna, no.
En el centro histórico lagunero, solo un puñado de vecinos y comerciantes valientes viven y trabajan ahí, luchando para que su ciudad no se convierta en un lugar cualquiera, sin identidad. Los políticos conocen desde hace años los graves problemas de vecinos y comerciantes. Los políticos también saben que los votos de los vecinos del centro ya no son decisivos para ganar las elecciones municipales. Así que el ayuntamiento ha dejado de preocuparse de verdad por los problemas de los laguneros del centro; simplemente los ha abandonado.
Ese centro histórico vaciado de vecinos y negocios locales, sin embargo, está cada vez más lleno de franquicias que venden productos sin personalidad, más atiborrado de tascas y bares y más repleto de turistas y de visitantes de la isla que se pasean por el centro unas horas y que participan en ruidosas actividades callejeras, como conciertos casi diarios o noches en blanco que tanto dañan la calidad de vida de los vecinos. A muchos de esos turistas y visitantes fugaces se los encuentra uno sentados en un bar cualquiera hablando de lo bonito que está el centro histórico, pero sin saber nada del drama que viven sus residentes y sus comercios tradicionales, por no mencionar el estado ruidoso de numerosos edificios patrimoniales protegidos por la UNESCO: desde el monumental Palacio de Nava hasta docenas de pequeñas casas terreras.
Desde hace veinte años, el ayuntamiento mal-gestiona el centro histórico mediante un documento llamado Plan Especial de Protección o PEP. Y desde hace veinte años, ese PEP, criticado hasta la saciedad por los vecinos, ha permitido destruir patrimonio protegido y expulsar del centro a residentes y comerciantes. Por eso, el triste cierre de la dulcería La Catedral no es un hecho aislado. Es otro ejemplo trágico más de que, sin una gestión participativa, transparente y ciudadana de su patrimonio, el centro histórico de La Laguna está abocado a desaparecer, porque está condenado a transformarse en un parque temático con unas pocas y maltratadas casas antiguas, frente a las cuales estarán las mesas y sillas para que se sienten a consumir los clientes de bares y franquicias.
La movilización ciudadana duradera es la mejor vía para salvaguardar el patrimonio que hace única a La Laguna, incluidos sus comercios históricos. De lo contrario, daremos un pasito más hacia la catástrofe. El local que la dulcería La Catedral alquiló durante más de cien años podría ser ocupado por otra tasca que ofrece en su carta la misma comida que la tasca de al lado o por otra franquicia que vende productos cualquiera importados desde Asia. Y para las historias que les contaremos a nuestros nietos quedará el recuerdo de que, en esa esquina mágica, hubo una vez hace muchos años una dulcería donde olía a felicidad y donde se comía un dulce único, el lagunero.
La Libertad es el mejor símbolo para definir el teatro: la libertad de pensamiento, la libertad de expresión, la deshinibición como fuente creativa y de expresión de la libertad individual. En fin, la Libertad con mayúsculas sea cuanto sea lo que se entienda por libertad. Segismundo, el personaje central de "La vida es sueño" de Pedro Calderón de la Barca, lo tenía bien claro, era poder actuar libremente sin estar sujeto y oculto en una cueva. Puede ser un símbolo de nuestra condición humana (como bien indicó Platón), pero también es la constatación evidente de que nos somos libres aún hoy día (sin tener que remontarnos al siglo XVII), y que estamos sujetos a las decisiones de otros, a los giros económicos y políticos, a la contingencia diaria de la incertidumbre moderna y a la manipulación social de quienes socialmente deciden por nosotros. Por eso, quiero dejar constancia de ese grito individual de Segismundo como un testimonio general en el que se reclama la sustancial y verdadera libertad.